El otro, el último

La anécdota la contó en este suplemento Rubén Loza Aguerrebere, escritor uruguayo amigo de Vargas Llosa. Caminaban juntos una mañana por Valencia cuando un señor se acercó al peruano y le dijo: “Le he mirado bien y quiero saludarle, porque usted es García Márquez, ¿verdad?” Vargas Llosa no perdió la compostura, mantuvo la sonrisa, le dio la mano y dijo: “No, yo soy el otro”.

La íntima amistad entre Vargas Llosa y García Márquez empezó con un encuentro en el aeropuerto de Caracas en 1967 pero ya se habían leído y se admiraban. Duró nueve años y se cortó con la célebre trompada que los distanció para siempre. En ese tiempo, junto al resto de los miembros del boom, tejieron la red de conexiones y recomendaciones cruzadas que instaló a la literatura latinoamericana en la escena cultural internacional. En 1967 -Mario con 31 años y Gabo con 40-, el camino a la gloria ya estaba trazado. El primero acababa de ganar el Rómulo Gallegos –el mayor galardón literario de la región- y había encontrado el ritmo de Conversación en La Catedral, su gran novela. Gabo había publicado, meses atrás, Cien años de soledad, obra que lo catapultó al Parnaso. Pronto aparecería la mano de Carmen Balcells, la agente catalana que los transformaría en los primeros escritores profesionales del hemisferio sur. Con la acumulación de contratos, traducciones y la plasticidad de dos escritores que conjugaban un talento extraordinario con sus intervenciones en el debate público.

La común lectura de William Faulkner y la búsqueda simultánea de su identidad latinoamericana aparece en sus primeros libros pero son dos escritores muy distintos. Vargas Llosa lee maravillado Cien años de soledad, escribe una de las primeras críticas periodísticas y uno de los estudios más agudos sobre la novela. “García Márquez no era un intelectual sino un artista que no podía explicar conceptualmente el enorme talento que tenía, que funcionaba con instintos e intuiciones que lo hacían acertar con los adjetivos y la trama pero sin ser plenamente consciente de la magia que lograba con sus historias”, dirá Vargas Llosa.

El peruano, por el contrario, fue un artesano metódico, disciplinado y reflexivo de la literatura. Es el admirador de Flaubert y de Sartre que busca denodadamente la palabra justa mientras conjuga las inconsistencias de la aventura humana con el rigor del pensamiento, mezclando pasiones y razón.

Vargas Llosa toma la decisión que lo marcará ideológicamente hasta el final en 1971, al criticar al régimen castrista por el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla. Sufrirá una estigmatización por parte del progresismo y se convertirá en la contracara ideológica de García Márquez.

Fue el otro, y también el último de los escritores que construían historias inolvidables para varias generaciones, con estilos y géneros que despertaban un interés universal, mientras escribían en los diarios o suscribían posiciones políticas que los tornaban ineludibles en la discusión pública.

“¿Cómo recibiste la noticia de la muerte de García Márquez?”, le preguntó Carlos Granés a Vargas Llosa, en 2017: “Con pena, desde luego. Es una época que se termina, también con la muerte de Cortázar y Carlos Fuentes. Magníficos escritores y también grandes amigos en un momento en que América latina llamó la atención al mundo entero…Descubrir que soy el último sobreviviente de esa generación es triste. Pero, como dice un vals peruano, ´la vida es así, y así es la vida’”.

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