La rentabilidad del bien

Por Pbro. Marcelo Barrionuevo, licenciado y teólogo.

24 Enero 2010
Como decía Pío XII y Juan Pablo II reafirmó, hemos perdido la conciencia del pecado como consecuencia de otra pérdida: la de la conciencia de Dios. En el presente revivimos las tentaciones de Jesús en la creencia de que la finalidad del mundo y del hombre está radicada en la construcción de una sociedad inteligente, racional, biempensante, que procure el mayor bienestar posible. Frente a esa posición, el pecado (acto voluntario -pensamiento, palabra y obra- contra la ley divina) no tiene sentido porque Dios no tiene lugar.
Es decir, desaparece el pecado porque desaparece Dios: ¿para qué lo necesitamos si el hombre moderno construye ciudades donde todo está calculado?
El pecado tiene una raíz que viene no sólo de la Biblia (pecado original) sino también de la experiencia indubitable de la injusticia perpetrada por el hombre a lo largo de la historia.
Esa injusticia que refleja la negación de Dios y del prójimo ha permitido hechos abominables como la guerra, la discriminación racial, la cultura del aborto, la pauperización de un pueblo en favor del enriquecimiento de otro y el culto esotérico (paradójicamente, en las sociedades más avanzadas de nuestro tiempo ha disminuido el credo de las religiones tradicionales y ha crecido la credulidad en el esoterismo). Es innegable la existencia del pecado como mal, como ausencia de bien, como ofensa a Dios reflejada en la injusticia hacia el hermano.
La pérdida de la relación de finalidad con Dios apaga la luz divina que toca la conciencia del hombre y estimula el sentimiento de culpa. El hombre termina enceguecido por una conciencia oscura que le impide discernir entre el bien y el mal.
Pero a la sociedad le conviene la actitud consciente: si viviésemos sobre el parámetro de la vida nueva de Cristo, otra sería la convivencia. Hace falta recuperar los valores y las virtudes; la verdad y la santidad que transforma la vida en comunidad. Insisto: desde todos los puntos de vista, así como a la sociedad le conviene tener familias estables, también necesita tener hombres justos cualesquiera sean sus credos.
La creencia en Dios contribuye al bien común porque las estructuras de pecado son las estructuras de la corrupción. Y el bien es hasta económicamente rentable: si hubiese más familias estables, menores serían los gastos del Estado en subsidios sociales y servicios como comedores y hospitales.

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