La palabra va y viene con parsimonia en la casa parroquial del templo de Nuestra Señora del Valle (Yerba Buena). El padre Marcelo Durango se expresa delicadamente, intercalando oraciones con pausas que subrayan los sonidos. Pero cuando el diálogo deriva en el pecado de soberbia, el presbítero se levanta de súbito, se sienta en el borde de la silla y dice: "equivale a creer que es posible ocupar el mismo trono de Dios, que un hombre puede sentirse dueño y señor de la creación. El soberbio se considera el dios de su propia vida; es todo para sí mismo y para los demás". Este pecado capital encabeza los resultados de un sondeo a cinco sacerdotes católicos de la capital y del interior de Tucumán, que ordenaron las transgresiones en función de su experiencia en el confesionario.
El perfil del pecador difiere según se trate de clérigos o lectores de acuerdo con el contraste entre la escala sacerdotal y la que elaboró la audiencia de la edición digital de LA GACETA -ambas carecen de pretensiones científicas- (ver "La mayoría de los lectores se identifica con la lujuria", en la página 2). Los religiosos colocaron en el cuarto puesto pecados que el público asignó en la primera y segunda posición (lujuria y pereza); la gula quedó en el último casillero del listado del clero, mientras que en la votación de los lectores consiguió el tercer lugar.
"Todos los hombres son pecadores, pero sólo una minoría confiesa sus pecados", explican algunos de los sacerdotes consultados. Respecto de la gula, el prelado Sergio Costilla, administrador parroquial de la Catedral, precisa: "muy pocos penitentes se acusan de haberse enfermado de comer y beber. La gula está incorporada en la vida social". El padre Carmelo D'Elía Tirone, vicario de la parroquia del Santo Cristo (Banda del Río Salí), apunta que el vicio ha cambiado de configuración y que ya no debería ser definido por el exceso sino por el defecto: "es decir, está vinculado con la obsesión por el cuerpo que delatan los trastornos de bulimia y anorexia".
Deseo sin dimensión
Si la soberbia predomina claramente en San Miguel de Tucumán y ciertas jurisdicciones del interior -y determina el resultado del sondeo del clero-, la lujuria prevalece en el sur de la provincia. El párroco Eduardo Silva (conocido como padre Lalo), de Nuestra Señora de Luján, considera que los varones tienden a sobredimensionar los deseos impuros. "Me cuentan que ven figuras pornográficas, que se acuestan con la vecina o que desean a la mujer ajena por delante de otros pecados como la falta de caridad y de cuidado de la naturaleza", se queja mientras matea y bendice unas estampitas de la Virgen de la Sonrisa.
El día de feria concluye en la plaza ubicada al frente del templo. Ajeno a ese trajinar y ayudado por la brisa del ventilador, el padre Lalo comenta que el varón suele confesar la infidelidad con mayor frecuencia que la mujer. Y teoriza: "en el confesionario, ellos son como bolsas de papas: basta sacudirlos un poco para que caiga todo lo que llevan adentro. Ellas, en cambio, son como bolsas de harina: hay que sacudir mucho para vaciarlas enteras".
En esta misma parroquia de Nuestra Señora de Luján le tocó a Carlos Sánchez, vicario general de la Arquidiócesis de Tucumán, la difícil situación de confesar a su familia (madre incluida), amigos y vecinos de toda la vida. "Ellos les contaron sus miserias a Cristo, no a mí. Ahí descubrí la grandeza de su fe en el sacerdocio que Cristo me había participado", pontifica con una sonrisa el sacerdote. Arriba suyo, un enorme crucifijo evoca la pasión cristiana. El prelado, locuaz y ocurrente en la conversación, define secamente a la envidia como "el pecado más estúpido de todos". Silva se adhiere: "es terrible el daño que causa en uno y en los demás".
Iracundia comunitaria
Después de meditar sobre lo que escucha con frecuencia en el proceso de administrar el sacramento de la reconciliación, Carlos Soria, vicario de la Diócesis de Concepción, afirma que le preocupa la falta de paciencia: "nuestra sociedad está herida y golpeada por la ira". En el este, el párroco D'Elía Tirone circunscribe el pecado al desequilibrio de la personalidad. "Pero el carácter es necesario: tampoco se puede ser pusilánime", advierte con una mano encima de L'Obsservatore Romano (edición en español), el periódico oficial del Vaticano. Cerca de la pusilanimidad está la pereza, pecado que el sacerdote de la Banda abomina porque denota una actitud triste, desesperante y pesimista. "Como pensar que, haga lo que haga, así soy y no podré cambiar", ejemplifica. Soria, con un sacerdocio de 43 años de antigüedad a cuestas, cree que en las cabezas desocupadas crecen toda clase de demonios. Y en la falta de apertura para compartir anida la avaricia, según el padre Costilla. Esa descripción se aproxima a la cláusula que el vicario Sánchez usa para ilustrar la soberbia: "todo tiene que girar alrededor mío y nadie puede decirme nada". En coincidencia, el sacerdote Durango recuerda que -también doctrinariamente- la soberbia cumple el papel de disparador de otros pecados. Fenómeno multiplicador que ese sacerdote atribuye, además, al silencio y la falta de diálogo: "algunos me cuentan cosas que no son capaces de confiar en sus cónyuges e hijos. Siento que la gente se acerca a mí porque tiene necesidad de hablar y de que alguien la escuche". Necesidad, al fin, de la palabra.