Una epidemia invisible

Punto de vista. Por Alfredo Kuba Córdoba - Médico Psiquiatra.

24 Mayo 2009

El malhumor, cuando se prolonga en el tiempo, se vuelve un padecimiento muy complejo. Deja de ser una simple reacción superflua ante un hecho puntual para convertirse en un malestar crónico que afecta, en varios sentidos, la vida de quien lo padece. No sólo le impide poder disfrutar de cualquier situación agradable o estímulo placentero sino que también afecta su salud y hasta deteriora sus relaciones interpersonales.
Como es producto de una alteración de la química cerebral que repercute en el carácter, se está volviendo una epidemia invisible. Lo vemos en la calle y en nuestros consultorios: cada vez vienen más pacientes con este problema. Pero hoy también se conocen los motivos anatómicos y fisiológicos que lo generan y hay tratamientos muy eficaces.
La primera hipótesis de trabajo que sobreviene, al recibir un caso de cascarrabia crónico, se plantea en el campo de las depresiones. Pero si es adulto, se piensa en una distimia, que es una depresión crónica, que no tiene episodios graves pero es prolongada y genera un gran sufrimiento.
Una de las características principales de quienes sufren este problema es su incapacidad de obtener placer (anhedonia). Pero la cosa no acaba ahí, porque muy pronto la "víctima" convierte a su entorno en victimario: quien desparrama malestar contamina el ambiente y la gente empieza a alejarse. Nunca se sabe cómo va a reaccionar; su temperamento se torna irascible y agresivo y genera peleas y discusiones constantes.
El mejor sinónimo de malhumor es lo que conocemos como disforia, un trastorno del ánimo caracterizado por un estado recurrente de insatisfacción, ansiedad, irritabilidad e inquietud. Estas emociones están ligadas a un neurotransmisor llamado dopamina, asociado a la gratificación y la saciedad. Por eso los tratamientos apuntan a recomponer su equilibrio cuando hay un desarreglo.

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