Pasó la elección pero no el antagonismo en Brasil

Pasó la elección pero no el antagonismo en Brasil

Vestir la camiseta de la selección o usar ropas de color rojo bastan para que se identifique a alguien con la derecha o la izquierda. Por estas horas, los brasileños parecen coincidir sólo en un aspecto: la polarización política nunca había sido tan grande en el país.

DUALIDAD. Bolsonaro promete combatir la crisis, la corrupción y la inseguridad. Pero gobernará un país dividido. REUTERS DUALIDAD. Bolsonaro promete combatir la crisis, la corrupción y la inseguridad. Pero gobernará un país dividido. REUTERS

LA GACETA en Brasil

La ciudad de Recife, ubicada en el corazón del nordeste brasileño, es conocida por sus numerosos puentes y canales. Ocurre que la urbe, capital del estado de Pernambuco, se encuentra atravesada por un gran río que la divide en dos. Es como si ese accidente geográfico terminara, sin querer, por ofrecer un reflejo del derrotero de la sociedad brasileña tras los comicios que consagraron al ultraderechista Jair Messias Bolsonaro (Partido Social Liberal) como nuevo mandatario del gigante sudamericano, con el 55% de los votos.

Los brasileños parecen coincidir sólo en un aspecto: la polarización política nunca había sido tan grande. Incluso, admiten, la confrontación es aún mayor que la vivida en 2014, cuando resultó electa presidenta Dilma Rousseff (Partido de los Trabajadores -PT-), quien fuera destituida dos años después. “¿Cómo reconciliarse con la familia y los amigos luego de las elecciones?”, tituló Folha de São Paulo apenas acabaron los comicios.

La tarea parece, por el momento, difícil de ser concretada. Es que en las calles de Recife, como en las de todo Brasil, aún nadie deja de hablar sobre el tema. En el transporte público, en los restaurantes, en las universidades y hasta en la playa: la mayoría de la población parece dispuesta a manifestar su posición política. Y, en medio de esa riña, nada queda librado al azar. Ni siquiera los colores. Por un lado, vestir la camiseta verde-amarela de la selección de fútbol o cargar una bandera de Brasil, elementos básicos del sentir nacional, se convirtieron en sinónimos de ineludible apoyo a Bolsonaro, hombre de discurso conservador, religioso y nacionalista, que además fue capitán del Ejército. Por otro, llevar puesto ropas o elementos rojos, color identificatorio del izquierdista PT, pareciera implicar un respaldo a quien fuera su candidato, Fernando Haddad. Para algunos de los primeros, los segundos son comunistas. Para estos, los electores de Bolsonaro son fascistas. Sólo una cosa parece estar clara: la elección ya pasó, pero la radicalización continúa a flor de piel.

“Es como si estuviésemos viviendo en una película que no tiene fin”, se escuchó decir en un comercio del norte de Recife el 7 de septiembre, día en que el ahora presidente electo resultó acuchillado en un acto de campaña en el estado de Minas Gerais. Esa “película”, atravesada por la intolerancia y la violencia, tuvo otras varias escenas que marcaron para siempre la historia de Brasil y la conciencia de sus ciudadanos. Una de las más trascendentes de ellas había ocurrido días antes, cuando el Tribunal Supremo Electoral decidió que Lula Da Silva, presidente del país entre 2003 y 2010 -actualmente preso por corrupción-, se encontraba impedido de ser candidato en el momento en que encabezaba las encuestas. No fue sino luego de esos hechos que Bolsonaro adquirió reales chances de ganar y, junto con él, el nacionalismo exacerbado y el fervor religioso.

El papel de los jóvenes

Los comicios de 2018 no estuvieron únicamente atravesados por la tensión. Algunos estados, como Pernambuco, también eligieron senadores, diputados, gobernador y representantes estaduales.

Sus campañas se caracterizaron por una activa militancia juvenil que dio color a la elección e hizo olvidar, por momentos, la compleja situación que se vivía entre los candidatos presidenciales. Resulta que, para atraer posibles votantes, fue común la presentación de cánticos y bailes animados por las calles. Mientras Bolsonaro se debatía entre la vida y la muerte, y Lula emprendía una batalla legal para conseguir -sin éxito- candidatearse, a nivel local, la puesta en escena más atractiva podía significar la obtención de una banca para un aspirante al Congreso.

Sin embargo, una vez pasada la primera instancia de las elecciones, y ya únicamente con el deber de elegir en balotaje entre Haddad y Bolsonaro (para muchos, entre petismo y antipetismo) para la presidencia de la República, los jóvenes adquirieron un papel de militancia mucho más activo.

El movimiento #EleNão (Él No) en contra de los comentarios misóginos, racistas y homofóbicos del candidato del PSL -quien en ese momento lideraba las encuestas-, significó el momento máximo de participación juvenil. Las calles se llenaron de inscripciones con consignas políticas y, en las universidades, se hizo habitual ver a estudiantes con remeras y merchandising a favor o en contra de alguno de los candidatos. No obstante, el escenario que más protagonismo ganó durante la contienda fue el de las redes sociales. En ellas, la circulación de información no se detuvo en ningún instante, hasta el punto de hacer ganar peso a las fake news (noticias falsas) que, según la opinión de los especialistas, influenciaron en gran parte el voto de los electores.

Bolsonaro asumirá el 1 de enero la conducción del Palacio del Planalto, en Brasilia, con la mira puesta en la lucha anticorrupción, el flagelo de la inseguridad y la crisis económica, de acuerdo con sus eslóganes de campaña. En el Brasil post electoral al borde del estado de beligerancia, sin punto de reconciliación a la vista, sólo resta saber si los puentes serán capaces de acercar las orillas enfrentadas; o si el ancho del río terminará por hundir toda esperanza de unión.

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