Gran médico y gran carácter

Gran médico y gran carácter

Brillante y aleccionadora trayectoria del tucumano Pacífico Díaz.

EL MONUMENTO A SÁENZ PEÑA. Díaz donó, para su construcción, los honorarios que había cobrado en juicio a la remisa familia del ex presidente. EL MONUMENTO A SÁENZ PEÑA. Díaz donó, para su construcción, los honorarios que había cobrado en juicio a la remisa familia del ex presidente.

En los confines del municipio de San Miguel de Tucumán, hacia el noreste, se tiende la calle Pacífico Díaz. Nace en Benjamín Villafañe, prolongación norte. Corre de oeste a este, dos cuadras y media el norte de la avenida Alfonsina Storni, entre Luis B. Alfaro y avenida San Ramón, sobre el canal norte de desagüe.

Sin duda muy pocos de los que allí habitan, o que por allí circulan, tiene idea del porqué de la denominación de la arteria. Sucede que el doctor Díaz, tucumano, fue uno de los grandes médicos de piel de la Argentina: una figura realmente legendaria en la especialidad dermatológica. Durante su vida, no sólo lo admiraron por su capacidad profesional, sino por el carácter indomable con que supo afrontar adversidades que a otros hubieran deprimido para siempre. Merece, sin duda, que se rescate por un momento su figura.

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El doctor

Pacífico Díaz había nacido en Monteros el 2 de noviembre de 1861, en el hogar de don Pacífico Bartolomé Díaz y doña Presentación Martínez Núñez. Tenía un hermano varón, Jordán, y tres hermanas mujeres, Rosario, Rafaela y Josefa Díaz. Esta última fue, como se sabe, una destacada educadora y no menos destacada poetisa, cuyo nombre lleva una escuela de Simoca.

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El joven Pacífico cursó el bachillerato en el Colegio Nacional de Tucumán y egresó en 1877. Sus condiscípulos solían recordar jugosas anécdotas sobre su personalidad de adolescente rebelde ante la injusticia y siempre capaz de sostener con firmeza sus convicciones. A pesar de la modestia de los recursos familiares, pudo estudiar en la Universidad de Buenos Aires. Allí se graduaría de Doctor en Medicina, cuando corría el año 1884.

Dos revoluciones

En sus épocas de Practicante Mayor le tocó asistir a los heridos de la revolución de 1880, movimiento armado de los porteñistas de Carlos Tejedor contra el presidente Nicolás Avellaneda, que costó muchas muertes. Díaz prestó servicios en los Hospitales de Sangre, durante los cruentos combates de Puente Olivera y Los Corrales, a las órdenes del cirujano Marcelino Vargas.

Ingresó luego al Cuerpo de Sanidad Militar. Allí revistaba cuando ocurrió otra revolución en la Capital Federal: la de 1890, contra el presidente Miguel Juárez Celman. En esos episodios, Díaz se destacó por el coraje con que instaló, bajo el fuego de los revolucionarios, un puesto de sanidad en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias. Ya tenía por entonces grado de Cirujano de División. Pronto su capacidad lo hizo conocido, y llegó a tener una apreciable clientela.

La tragedia

Nunca hubiera sospechado la tremenda prueba a la que iba a someterlo la vida, cuando promediaba el año 1893. Díaz tenía su casa y consultorio en Quilmes, y todas las mañanas tomaba el tren para dirigirse al Hospital Militar Central. El 19 de junio, no se sabe en qué circunstancias, cayó a las vías en momentos en que pasaba un convoy, que le cercenó ambas piernas. Cuando lo encontraron, desmayado, tenía los dedos clavados en las arterias, con lo que había logrado contener la enorme hemorragia.

Empezó un calvario. Cayó presa de infecciones, lo operaron repetidas veces, y finalmente salvó la vida; pero sus extremidades quedaron reducidas a dos pequeños muñones. Nada de eso lo amilanó. Rechazaba los calmantes -cuentan quienes lo conocieron- porque quería acostumbrarse a las consecuencias de su desventura.

Volver a caminar

Quería librarse de la silla de ruedas. Ensayó inútilmente las prótesis locales, y hasta probó usar zancos, sin que nada lo satisfaciera. Gracias a una suscripción que hicieron sus amigos, más un subsidio que le acordó el Congreso de la Nación, pudo viajar a Estados Unidos y a Europa. Se dedicó a visitar diversos centros sanitarios y, luego de incontables ensayos, corrigiendo con su propia experiencia las piernas artificiales que le proponían, logró tener las adecuadas.

Empezó a caminar con la ayuda de bastones. Cuentan que, para ponerse a prueba, resolvió subir los escalones hasta el tope de la Torre Eiffel. Además, aprovechó su estadía en París para estudiar con eminentes dermatólogos, ya que esa era la especialidad a la que quería dedicarse de lleno en adelante.

Gran dermatólogo

Cuando regresó a Buenos Aires fundó, en la Sanidad Militar, el Servicio de Dermatología. Luego reorganizó todos sus cuadros, al ser nombrado Inspector General de Sanidad, en 1910. Se retiraría en 1912 con el grado máximo, rodeado de la estima y la admiración generales. Al mismo tiempo que sus intensas tareas de médico militar, desempeñó durante largos años la jefatura del Servicio de Dermatología del Hospital de Niños.

En 1907, el doctor Díaz integró el grupo fundador de la Sociedad Dermatológica Argentina, institución de la que fue presidente en 1918 y en 1919, y a la cual presentó muchas y muy originales comunicaciones científicas. El doctor Luis Trepat, quien le dedicó una larga nota biográfica en “La Nación”, destaca que el valor de Díaz como dermatólogo brilló a gran altura con la creación de numerosas fórmulas y procedimientos terapéuticos que tuvieron eficacia durante muchos años.

El estudioso

Afirma que algunos de los tratamientos que preconizaba, como el cacodilato de sodio en altas dosis, recién veinte años después serían traídos a la Argentina como “novedad” desde París. Era una demostración de que “nadie es profeta en su tierra”.

Ese biógrafo lo describe como “un hombre de rostro serio, pero no adusto, que infundía respeto al verlo actuar”. Nunca alzaba la voz para imponerse. Tenía una lógica apabullante. Más de una vez cortó una discusión médica, diciendo tajantemente que “el enfermo viene a que lo curen, y no a que le den lecciones de medicina”. Otra de sus frases favoritas, era que “el mejor remedio, es el que cura”.

Díaz era sumamente estudioso y tenía un enorme respeto por la investigación científica, así como se afanaba por conocer exhaustivamente toda novedad que pudiera aparecer dentro de su especialidad. Pero nunca despreció la experiencia práctica y el sentido común. Eso fue lo que le granjeó un enorme prestigio.

Además, tenía un gran sentido del humor. A veces, los pisos lustrados le provocaban súbitas y violentas caídas, a causa de sus piernas ortopédicas. Pero es fama que siempre se levantaba sonriendo, y lanzaba algún chiste, dirigido a quienes eran espectadores aterrados de sus resbalones.

Unos honorarios

Otra característica del doctor Díaz era su enorme generosidad. Jamás aceptó honorarios por su trabajo en el Hospital de Niños, y costeaba de su bolsillo al ayudante que tenía. Durante diez años, atendió gratuitamente al presidente Roque Sáenz Peña. Esa tarea dio lugar a un episodio muy revelador de su personalidad, que suscitó largos comentarios.

Sucedió que, al fallecer Sáenz Peña en 1914, Díaz envió a sus herederos una cuenta de honorarios de 100.000 pesos, por la atención gratuita que le había brindado a lo largo de la última década de su vida. A la familia Sáenz Peña le pareció muy elevada la suma y se negó a pagarla. Entonces, Díaz llevó la cuestión a los Tribunales y logró ganar el pleito, en todas las instancias.

Ni bien cobró judicialmente la entonces fantástica suma, dispuso donarla en su totalidad a la Comisión del Monumento a Sáenz Peña. Demostraba así que lo único que buscaba era que se hiciera justicia, y que no le importaban en absoluto las ventajas personales.

Enorme calidad

El doctor Pacífico Díaz falleció en Buenos Aires el 30 de enero de 1931, víctima de una peritonitis. Una placa de bronce recuerda a este ilustre tucumano en el Hospital de Niños de la Capital Federal, y lleva su nombre el Servicio de Dermatología del Hospital Militar Central.

En 1963, su biógrafo Trepat escribió que, para intentar una síntesis de la vida del doctor Díaz, habría que decir que fue, “ante todo, nada más y nada menos que un médico, con todo el contenido humano que esta condición fatalmente implica; esa sustancia humana fue, en él, de una calidad excepcional por la abnegación, la generosidad y la fuerza de voluntad que contenía”. Y “parecería difícil poder trasladar su personalidad a nuestros tiempos sin riesgo de menoscabo, hoy que los electrocardiogramas pretenden suplir la exploración biológica, y que existen ya máquinas electrónicas de diagnóstico”.

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