Material descartable
El rock es sexo. Lo entendieron Little Richard y Jerry Lee Lewis, pero sobre todo lo entendió Elvis Presley. Por eso cuando movió la pelvis el mundo hizo plop. Sexualidad desprendida de la naturaleza de la música, del baile, de las letras y de la actitud de los intérpretes. Erotismo latente en los cuerpos que se tocan arriba y abajo de los escenarios. Sexo sugerido o explícito en los discursos y en las estéticas. Jagger y Bowie fueron sexo puro. Energía contagiosa e irrefrenable. Debbie Harry, Chrissie Hynde y Siouxsie Sioux. Siempre, en todo momento, Prince. Y, como dice Rodrigo Fresán, Madonna no aprendió de nadie salvo de sí misma y por eso sigue estando donde estaba.

A cada época su relato. LSD, amor y paz en los 60. Glam y la violencia del punk en los 70. Esa certeza de que no había futuro y por eso el camino de la anarquía estaba tapizado de malas intenciones. Hedonismo y contrarrelato en los 80; a consumir que se acaba el mundo, hedonismo y cocaína a raudales. Tony Montana y su "Scarface" como signo de los tiempos. Y de postre, el sida. Electrónica y éxtasis en los 90. Las raves como canto del cisne de la cultura de masas, porque a la vuelta de la esquina aguardaba la comunicación absoluta. Estamos todos en contacto pero sin rozarnos.

Justin, Miley, quienes los precedieron y los que vendrán encajan en el razonamiento de Zygmunt Bauman. Son líquidos; fugaces, superficiales, etéreos y carentes del más mínimo compromiso. El pop y el rock and roll transitan por otras autopistas. Máquinas sexuales hubo siempre en esos carriles veloces y febriles, motores auténticos y eléctricos. Y los habrá -esperemos- en la medida en que esa sexualidad vaya auténticamente atada a la música y a la postura del artista ante la vida. Lo demás es descartable.

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