Como todos los veranos, Daniel Jiménez se fue a participar con sus amigos del Enero Tilcareño, en la provincia de Jujuy. Como lo hacía todos los años, pensaba guitarrear un fin de semana entero y buscar entre los cerros el cariño fugaz de alguna chica con perfume a carnaval. Sin embargo, nunca imaginó que en la plaza de Tilcara y al son de las trompetas de la comparsa Coroico su vida iba a cambiar para siempre.
Andrea había llegado desde Buenos Aires acompañada por un grupo de amigas. Ellas mismas se definían como chicas bien que viajaban con la tarjeta de crédito dentro de la mochila. Estaba a punto de recibirse de abogada en una universidad privada y pensaba comenzar a trabajar en el bufette de su papá. Sin embargo, el embrujo de los cerros y hasta quizás la mano traviesa del duende Coquena, le pusieron enfrente a Daniel. Y el mundo se le dio vuelta.
Se conocieron bailando huaynos y carnavalitos. Daniel dejó a sus amigos guitarreando y Andrea abandonó a sus compañeras de viaje, que se quejaban del olor penetrante de las hojas de coca que pululaban en todas las bocas.
El domingo por la tarde, dos días después del encuentro, las guitarras dejaron de sonar y los charangos se escondieron en las fundas de los carnavaleros. La pareja se despidió y cada uno siguió su camino. Sin embargo, Daniel sorprendió a sus amigos una semana después anunciándoles que se iba a vivir a Buenos Aires. Se fue detrás del perfume de Andrea y no volvió más.
Tres años después de aquella noche fresca en la Quebrada de Humahuaca, Daniel está contando los días para el nacimiento del Sol. La nena saldrá al mundo lejos de las ramas de albaca, del talco y del vino que encienden luces en las noches de Jujuy. Lo hará en la zona norte de Capital Federal, entre el cemento y el estruendo de motores y bocinas. Sin embargo, para Andrea y para Daniel, ella es el fruto de un amor que desde el primer momento parece vivir un verano eterno.
Intenso y fugaz
Distinta es la historia de Matías Campos, de 27 años. En enero del año pasado se subió a su camioneta junto con tres amigos y se fue a Bariloche a pasar una semana de descanso y a jugar al golf. Habían decidido pasar unos días tranquilos, sin demasiadas salidas nocturnas. Es más, Matías cumplió al pie de la letra esa premisa -no así sus amigos-, pero la única vez que decidió ir a bailar se enamoró a primera vista. Todos sabían que Matías se dejaba llevar por los impulsos y las emociones, pero nadie imaginó que llegaría tan lejos.
Su amor estaba dirigido hacia Magdalena, una chica entrerriana. Ella le respondió con sonrisas y miradas. Una semana después ella regresó a su provincia natal y él siguió jugando al golf.
Sin embargo, cuando el joven volvía a su casa con sus amigos tomó una decisión inesperada. Los dejó en la terminal de Córdoba y enfiló solo hacia Entre Ríos. Ella vivía en el pequeño pueblo de Ramírez. Matías se las ingenió para ubicarlo y tras averiguar la dirección se paró frente a la entrada de la quinta donde vivía ella. Muy decidido tocó el timbre, “¿Qué hacés acá?”, le lanzó a la cara Magdalena cuando abrió la puerta.
Inmediatamente, Matías se dio cuenta de para ella él sólo había sido un típico amor de verano, intenso como el sol, pero fugaz como el viento. Los padres de la chica le ofrecieron que descansara una noche en la casa para poder viajar en mejores condiciones. Pero en vez de ubicarlo en alguna habitación, le armaron una carpa en el jardín.
Finalmente, se hizo amigo del hermano de Magdalena y pasó tres días más en Ramírez, pero siguió durmiendo en la carpa y evitó cruzarse con la chica. Terminó regresando a su casa y en cada kilómetro se juró a sí mismo no confiar más en las promesas de un amor de verano.