“Hoy un juramento, mañana una traición, amores de estudiantes flores de un día son”. Así la letra del tango de Gardel y Le Pera. Los amores de verano tienen quizá esa característica: comienzan y concluyen en un corto tiempo que parece asegurar su intensidad. Parecen amores cuya ausencia de proyecto aseguran una vivencia diferente a la que se tuvo o tiene con parejas estables.
Así como el consumo es siempre inferior a la ambición personal, chicas y chicos -y no tan chicos- están casi siempre dispuestos al ingreso virtual y real de experiencias nuevas. Las vacaciones, el amor de verano, visto como breve y exigente, producen una búsqueda eufórica por la vía del descubrimiento donde el otro-otra serán tan maravillosos como lo es su buscador. La idealización todo lo completa, no importa cuánto falte. Y antes que falte. Para eso está la certeza que el tiempo pasa -aunque el placer sea inmortal- y saber que el amorío debe terminar y que la despedida será el cierre perfecto para valorizar lo vivido y... olvidarlo cuánto antes.
La juventud es o debiera ser una aventura por sí misma. Y ya que todavía sólo lo humano se satisface con lo humano, para bien o para mal, los amores de verano sitúan la búsqueda, una suerte de “llame ya” presentado como un encuentro-reencuentro y garantizado sólo por las ganas, como si fuera poco. Porque los chicos aprenden a quererse y desquererse sin dejar de cuidarse. Las crisis de crecimiento no son enfermedades. Por eso, lo digamos de una vez por todas, muchas veces es mejor que estén lejos de nosotros. Por lo menos el tiempo que duren los amores del verano.