El aire está impregnado de dulce olor a melaza y la calurosa siesta guarece a las cigarras que agitan sus alas de música desesperada. Frente a un cañaveral, se yergue la escuela 242 de La Cañada de Alzogaray. El establecimiento se halla, literalmente, perdido en el paraje ubicado a 25 kilómetros de la capital. Empero, sus aprendices tienen asistencia perfecta.
Quienes guían la historia de esta nota son ellos: los alumnos de la escuela rural de Burruyacu. Tienen la cara paspada por la crudeza del clima. Sus miradas son penetrantes. Se escapan de la periodista, pero se cuelgan de la cámara fotográfica, como si quisieran armar un álbum que pocos tienen. En los cerros, los niños son dueños de una ternura inmensa. Y ese requiebro es el que moviliza a los maestros hasta un caserío remoto habitado por 500 almas y a donde no llegan las líneas telefónicas.
Desde el amanecer
En la escuela hay jornada completa para 149 chicos de entre 4 y 17 años. Eso significa que las aulas están pobladas desde el amanecer hasta las 16.30. Los escolares desayunan, almuerzan y meriendan allí. “El mundo rural es distinto al de la ciudad. Por eso la profesión es más sacrificada. Pero los chicos compensan todo. Son cariñosos y muy respetuosos con los adultos. Ellos nos entregan amor”, dice la educadora Carolina de Giménez.
A la mujer le cuesta caminar. Los guardapolvos blancos se cuelgan de sus brazos y se empujan entre sí por ocupar un lugar junto a la “seño”. Quitarles los piojos. Enseñarles a leer y a escribir. Reprenderlos. Alimentarlos. Mimarlos. Hacerlos jugar. Enseñarles a rezar. Esas son sólo algunas de las tareas que día a día emprende esta veintena de profesores.
Con todo, no se lamentan. Basta una mirada de sus discípulos para aliviar una jornada agotadora. Es que el maestro rural parece conservar intactos el respeto y la imagen de antaño. Sino, que lo digan los alumnos. Santiago Luna, por ejemplo, le escribió una carta a su señorita para el Día del Maestro: “eres muy linda, gracias por ayudarme a aflojar la mano. Te quiero muchísimo. Sos divertida y me encanta que me contés cuentos”.
Cuando se le preguntó al resto del alumnado cuáles eran las cualidades del cuerpo docente, no faltaron las respuestas. Reina, amorosa, buenita y linda fueron sólo algunos de los calificativos.
Brenda Cañas vive abrazada a la cintura de su tutora. Cuando se le pregunta sobre las razones del afecto, la niña pone cara de vergüenza y responde que ella es como su mamá. “El grupo de estudiantes es hermoso. Los chicos de campo valoran sus costumbres y son obedientes con los padres. Vale la pena viajar tantos kilómetros”, apunta la directora, Rosa Costilla.
Contenedora social
Embriagadas por la belleza del paisaje, las educadores confiesan que allí se sienten plenas. Alicia Orellana revela que la escuela rural funciona como contenedora social. Sucede que -en las zonas inhóspitas- la institución no sólo educa, sino que también atiende a la comunidad.
Y no se quejan. A Jorge Rojas y a Miguel Blanco (los caballeros) ni siquiera les importa levantarse al alba para llegar antes de que suene la campana. “Aquí los estudiantes no son violentos; tampoco nos faltan el respeto”, aseguran. Sin embargo, los émulos de Sarmiento reconocen que sus camaradas de la ciudad atraviesan una experiencia contraria.
Es que -como opina Norma Bertinatti- el maestro de hoy debe hacer muchas tareas además de enseñar. “Actualmente a los niños no les ponen límites en sus casas. Ello ocasiona que, frente al pizarrón, se corte el proceso de aprendizaje porque hay que resolver otras problemáticas”, reflexiona.
Su colega Graciela Rubio la interrumpe: “hay padres que envían a sus hijos al colegio y se lavan las manos; dejan que el docente se haga cargo de todo. Atendemos temas que no nos corresponden y, para peor, no somos valorados por el Estado”, concluye.
Segundas mamás
“En estas zonas, en cambio, nosotros nos convertimos en sus segundas mamás”, compara Ana Lía Sandoval antes de abandonar la charla para organizar la merienda de los gurrumines. “En la lista de sus comidas preferidas están el arroz con leche, el flan, la mazamorra y los tallarines con carne”, cuenta.
La tarde va llegando a su fin. Parados bajo un cielo azul y encerrados por los campos de caña y las cigarras, los chicos bajan la bandera. La campana suena por última vez y los delantales blancos salen corriendo. Unos montan a caballo. Algunos trepan a los carros de sus padres. Y otros, simplemente, caminan kilómetros de quebradas. Las docentes los despiden con un beso en la puerta del establecimiento. Feliz día, señoritas maestras.