Calentamiento, basura y otras modernidades

Calentamiento, basura y otras modernidades

Por Raúl Courel, para LA GACETA - Tucumán.

14 Septiembre 2008
Se produce calentamiento global como se produce basura, pero verdadera basura, la que no se puede reciclar ni utilizar nuevamente. En efecto, si bien podemos multiplicar los panes en escala bíblica en versión Hollywood, somos incapaces de procesar artificialmente el dióxido de carbono que lanzamos a la atmósfera y que es la causa principal del referido calentamiento. La industria que construimos desde hace más de tres siglos no puede reemplazar a la naturaleza en esta tarea: sólo las plantas verdes, a través de la fotosíntesis, transforman el dióxido de carbono en compuestos tales como glucosa y oxígeno, y permiten aprovecharlo para la vida.
En verdad, la civilización ha sido siempre una colosal fábrica de basura. Más bienes se crean, más residuos resultan; más diversos son aquellos, más heterogéneos son los desperdicios. Se cumple así muy bien el segundo principio de la termodinámica, que enseña que es imposible transformar energía en trabajo sin que una parte de ella escape de nuestro control y sea completamente inutilizable.
Cada artefacto sólo sirve para un uso específico; si este deja de interesar, aquel se tira. Con el tiempo, desde el más frágil cacharro a la más grande de las pirámides, todo va a parar al basurero universal. Los desechos son de las más variadas clases y medidas, de los viejos objetos familiares sólo unos pocos sobreviven a tres o cuatro generaciones. Ni las sepulturas duran mucho, son escasas las que se conservan por más de un siglo. La mayor parte de los libros duerme en anaqueles sin ser leídos, hasta que el papel, cuando no acaba en alguna hoguera, se convierte en polvo ¡Qué cerca está cualquier cosa de volverse nada!
Impotentes para sacarnos de encima la basura que se acumula, no dejamos de concebir maneras de ocultarla. Así como barremos la mugre bajo la alfombra, perfumamos los gases tóxicos; más basura generamos, más tratamos de que desaparezca.
Siempre quisimos tomar distancia de los excrementos o esconderlos, como escapar de la decrepitud y sus señales. La cirugía estética se ha vuelto tan popular como la terapéutica y la utilización de la toxina botulínica, el Botox, que borra las arrugas de la cara o de cualquier parte, deja ingentes ganancias a la industria farmacéutica y a los médicos que la aplican. Esta "droga del glamour" es requerida, incluso, por quienes sienten una preocupación excesiva por un defecto corporal imaginario, que ha sido bautizada por la psiquiatría con el nombre de dismorfofobia.
La pulcritud y la limpieza son más que nunca indicadores privilegiados de progreso; por eso estamos convencidos de que el aseado asfalto de la avenida urbana es mejor que la vereda de tierra del pequeño pueblo de campo. Poco importa que el suelo polvoriento enferme al campesino menos que el smog al ciudadano de la metrópolis. También creemos que es progreso vivir todo el año a una temperatura que no supere los 25 grados; por eso, cuanto más calentamos el aire con los motores de las máquinas, más nos apuramos en comprar otros para refrigerarlo, aunque sólo logremos llevar el calor a otra parte, además de aumentarlo.
El ansia de huir tanto de la vejez como de todo aquello que semeja atraso, alimentada por el afán de ganar dinero como sea, sólo lleva más rápido al pozo negro final. Habría que correr menos para ver mejor qué arrojamos al tacho de la basura.
Cuatro siglos atrás, cuando dábamos los primeros pasos hacia la modernidad y todavía los desperdicios no eran peligrosos, y cuando para contrarrestar la imagen de decadencia nada era mejor que usar una buena joya, Quiñones de Benavente escribía:

"Al aparecer del día
barrida tiene la casa
aunque lo que barre en ella
no es basura, sino alhajas."

Estos bellos versos vienen bien para referir un problema actual: no distinguimos con claridad qué es basura y qué es alhaja, así de simple. © LA GACETA

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