Mónica Lewinsky, los gobernantes y las protestas

Mónica Lewinsky, los gobernantes y las protestas

Cuando enfrentan descontentos, los hombres del poder suelen verse metidos en los mayores embrollos. Por Raúl Courel, para LA GACETA - Buenos Aires.

13 Julio 2008
Freud sostenía que gobernar, así como educar y también psicoanalizar, es tarea imposible. Consideraba que en todas ellas se acaba notando que los deseos de la gente finalmente no son manejables. Por eso, las palabras, por sensatos que sean los argumentos o firmes que sean las órdenes, en algún punto caen en saco roto. No es de extrañar, en consecuencia, que los gobernantes se topen con dificultades por el solo hecho de hablar.
Ese fue el caso del memorable affaire entre el ex presidente Bill Clinton y la pasante Mónica Lewinsky. El problema tomó real volumen cuando él -no ella- abrió la boca. En efecto, fue la explicación del mandatario de que él le había hecho eso que le hizo "sólo porque pudo hacerlo" la que aseguró de la manera más eficaz que ella lo tronara: es que no hay ser humano sobre la Tierra que perdone que alguien le haga lo que sea simplemente porque puede, y que, para colmo, lo haga público.
Aquellas palabras del entonces presidente norteamericano mostraban, además, un error de apreciación: no advertían que si ella había hecho algo con él fue precisamente porque fue ella, no él, quien pudo hacerlo. El debió darse cuenta.
Es probable que desde siempre los gobernantes se vean metidos en los mayores embrollos cuando enfrentan descontentos. Así sucedió, por ejemplo, a mediados del siglo XIX, cuando una curiosa epidemia se extendió entre las mujeres de un pequeño pueblo de la Saboya francesa llamado Morzine. El cuadro consistía en dolores epigástricos, convulsiones y alucinaciones místicas, siempre con el agregado de protestas, reclamos y desafíos a la autoridad. "Posesión demoníaca", decían los aldeanos y pedían exorcismos; "histeria demonopática", decían los médicos, que no creían en los poderes del diablo y recetaban medicinas.
Los tratamientos dispuestos se valieron primero de baños fríos y después de amenazas de palizas, pero no dieron resultado. Los maridos terminaron huyendo de sus casas y los galenos recibían toda clase de improperios por inservibles, cuando no golpes o el impacto contundente de un objeto arrojado por las iracundas. Algunos hubieran concedido lo que se pedía y exorcizado a diestra y siniestra; después de todo, decían, el demonio siempre supo hacer de las suyas sin estar obligado a existir.
Mandaba, no obstante, el concepto de que la intimidación podía ser terapéutica, de manera que, como la enfermedad se extendía, se llamaba a la gendarmería y se emitían órdenes de prisión y de azotes para las más díscolas. Por último, tras mucho trajín y varias semanas de cura con fuerza bruta, la paz y la tranquilidad retornaron a la comarca.
Es claro que los palos acabaron por silenciar a la gente, aunque no quedó demostrado que haya sido la histeria y no el diablo la causa de los males. Tampoco se supo si las "crisis" habrían cedido sin tanta violencia, prestando simplemente un poco más de atención a esas mujeres. Pero el criterio positivista de "objetividad", que ya se imponía en aquella época, no daba a las palabras de los pobladores de Morzine otro valor que el de informaciones erradas acerca de las cosas. No se advertía que si el ser humano no es escuchado siente que no tiene cabida en este mundo y protesta.
La fe en los palos y en las bondades de intimidar y prohibir para resolver problemas siempre tiene adherentes. En parte por eso, Emmanuelle Arsan, mujer inquietante en su tiempo, decía con ironía que "soñar debería estar en todo caso prohibido porque significa casi siempre protestar".
Es habitual que el ser humano de carne y hueso se guíe por la intención que atribuye a quien habla antes que por la encomiada objetividad de los hechos. No debe sorprender, por lo tanto, que Lewinsky se indignara con el presidente Clinton creyendo no tanto que él mentía sino que le importaba un rábano que ella tuviera algo para decir.
Vale la pena oír siempre con detenimiento una protesta, sea dura o blanda, loca o sensata. No significa que ella exprese llana y directamente la verdadera expectativa. Precisamente, si algo en ella no superara las posibilidades de una formulación clara, no sería queja o reclamo; sería petición común.
Como se ve, de entre las muchas maneras que un gobernante puede tener de provocar protestas una es infalible: hacerse el sordo; o serlo, da igual.© LA GACETA

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios