Josefina y la bandera

Josefina y la bandera

Josefina y la bandera

Josefina tiene ocho años y ayer le tocaba izar la bandera. Se había enterado un par de días antes, cuando la maestra le había entregado una nota en la que anunciaba la novedad. Como muchas otras chicas de su edad, sus amaneceres no suelen ser sencillos: da vueltas en la cama, se queja por los madrugones y sus papás deben andar detrás suyo para que se vista, para que tome el desayuno y se peine. Ayer fue distinto. Ilusionada, se levantó sola y sin demoras. Pero nadie había ido a despertarla y la casa estaba en silencio. Raro. Se puso el uniforme que todas las noches queda doblado sobre la cómoda de su cuarto y cruzó a la habitación de sus papás, en busca de alguien que le peinara los rulos. Ellos aún dormían. Tarde, muy tarde -le contó después su mamá- habían decretado feriado; por eso, el colegio de Yerba Buena al que asiste no iba a abrir y, aunque no entendiera nada de política, se iba a tener que quedar con las ganas de pasar a la bandera.

Josefina apenas sabe quiénes son Cristina y Alberto Fernández, porque vio sus rostros en algunos carteles callejeros y por comentarios que escucha eventualmente a los adultos que la rodean. Al igual que todas sus amigas, ya no mira televisión del modo en el que aún lo hacemos muchos: Disney+, Amazon, Netflix, YouTube y otras plataformas ocupan sus preferencias y las posibilidades de que los haya visto en las noticias son prácticamente nulas. Ni soñemos con preguntarle quién es el fiscal Luciani, Juan Grabois, Máximo Kirchner o Patricia Bullrich.

También es demasiado chica para entender lo que implica que una persona haya intentado disparar contra la vicepresidenta o para advertir que este país avanza cada día un paso más hacia el abismo. Pero, a pesar de sus años cortos, sí tiene claras otras cuestiones. Por ejemplo, sabe que izar la bandera es importante. Que ese acto representa valores que la definen a ella y a su entorno. Que el silencio que se instala en el siempre ruidoso patio durante ese breve acto matutino con el que se abre la jornada en el colegio le puede enseñar mucho más que todos los manuales escolares. Y que el respeto por el pabellón y por algunos de sus rituales implica también respetarse a sí misma y a quienes la rodean. Tal vez aún no pueda poner todo esto en palabras, pero sus actitudes demuestran que lo comprende.

En su pequeño mundo todavía sencillo y alegre, lo normal es ir a la escuela de lunes a viernes, que sus papás madruguen para salir trabajar y que los feriados sean una excepción previsible y atada a valores que definen nuestra identidad. No a la violencia, a las disputas políticas y a decisiones trasnochadas. El desconcierto que vivió ayer por la mañana, cuando su mamá le dijo que no iba a pasar a la bandera, posiblemente haya sido muy parecido al que, a otra escala, vive gran parte de los habitantes de esta Argentina cada día más atribulada.

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