Tucumanos explican de qué están hartos y cómo lo manejan

Tucumanos explican de qué están hartos y cómo lo manejan

Las experiencias, únicas e intransferibles, tienen un denominador común: estrés y frustración. La imposibilidad de viajar, de retomar los contactos sociales, de trabajar y de calmar a nuestros hijos lleva a muchos hasta el límite.

 LA GACETA / FOTO DE OSVALDO RIPOLL LA GACETA / FOTO DE OSVALDO RIPOLL

A lo largo de los últimos meses un montón de equipos viejos han atestado el taller de Enrique Vece. En la soledad de su casa céntrica, este técnico en electrónica de 60 años dedica sus días y su buen humor a arreglar radios, tocadiscos y videocaseteras que sus clientes encontraron cuando, aburridos, desempolvaban bauleras, armarios y placares. “Lo que pasa es que yo no soy representativo: como estoy acostumbrado a vivir solo y por suerte tengo mucho trabajo, me amoldo a estar encerrado y mantengo el contacto con el mundo a través de internet”, cuenta Enrique. “O por ahí -se corrige- lo que pasa es que mucha gente no encuentra su clave para pasar bien esta cuarentena; la mía es tener el cerebro ocupado”.

El 20 de marzo, cuando Alberto Fernández anunció el decreto de aislamiento social, preventivo y obligatorio, lo extendió por apenas 11 días, hasta el 31 de ese mes. Sin embargo, más de 200 días después esta política sanitaria continúa mientras la preocupación de la ciudadanía se dispersa: según una encuesta de la consultora Meraki publicada esta semana por LA GACETA, solo el 13 % de los más de 1.000 tucumanos consultados considera que la salud es el principal problema público. Aún cuando la provincia ya haya superado los 27.000 infectados confirmados y el país, que se aproxima a los 900.000, lamente más de 23.000 muertos por coronavirus.

En todo caso, muchos no mantienen el estado de ánimo elevado que exhibe Enrique. Las prohibiciones o limitaciones al trabajo, el comercio, el tránsito y la enseñanza (derechos consagrados en el artículo 14 de la Constitución Nacional) han afectado, entre otras cosas, las actividades de distracción. Así, por ejemplo, le ha sucedido a la luleña Graciela Sosa, de 63 años, que tiene un hogar de fin de semana en El Mollar. “Es ridículo -se queja-: tenés que dar un millón de explicaciones para poder ir a tu casa. A mi familia le gustaría pasar unos días allá, pero tenemos que andar pensando si nos van a dejar volver. Y en el medio te pueden robar, porque son meses sin ir a cuidar. Es desmoralizador”.

“Quiero tener amigos”

Resulta más desmoralizador todavía para los que quieren viajar a otras provincias. Es el caso de Franco Flores Caro, jujeño de 26 años que estudia en la Facultad de Medicina de la UNT y vive en Concepción junto a su hijo, su novia y sus suegros. En julio, cuando su abuelo materno enfermó y murió en San Salvador de Jujuy, Franco no pudo ir a despedirlo: “mi abuelo estuvo internado unos días antes de fallecer y ni siquiera mi mamá y mi abuela lo podían visitar. A mí me tocó ver cómo esparcían sus cenizas por videollamada. Fue horrible y al día de hoy les sigo debiendo a ellas un abrazo. La imposibilidad de viajar es lo peor de todo”.

Pero mientras tanto en Concepción la vida continuaba. Gianfranco, de cuatro años, tuvo apenas una semana de clases antes de que empezara la cuarentena. “Cada tanto se larga a llorar y me reclama: ‘¡papá, yo quiero tener amigos!’. Nosotros le decimos que estamos sus papás, que están sus abuelos, pero él nos responde que somos adultos, que no somos niños. La falta de contacto con otros criaturas es la parte más difícil de la crianza de Gian”, relata Franco.

Y como, además de estudiante de Medicina, él es músico, también transmite que la cuarentena le complicó las cuentas: “a mí lo que me hacía zafar un montón, tanto psicológica como económicamente, era que tocaba en varias bandas. Tenía una buena remuneración, pero ahora ni siquiera nos podemos juntar a ensayar”.

“No puedo ponerle ganas”

Valeria Pereira, de 20 años, cursa Comunicación Social en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino. Ella no perdió el año lectivo porque la Facultad continúa el dictado de clases por una plataforma virtual. Ahora, ya cerca del final del segundo cuatrimestre, Valeria evalúa su recorrido: “al principio me puse las pilas y la llevé muy bien, pero en la segunda parte del año me desmotivé muchísimo: no puedo ponerle ganas porque no me gusta levantarme sabiendo que no voy a ver a mis compañeros y que me voy a quedar encerrada en mi habitación. Es frustrante y estresante: creo que son las dos palabras que mejor definen la situación de los estudiantes”.

En su caso, la frustración y el estrés al menos no definen del todo la situación de la familia. Si bien el padre de Valeria se dedica al turismo y ha tenido, por lo tanto, dificultades laborales y económicas, ella considera que en su casa han sabido sobrellevar muy bien la cuarentena. “Los primeros meses de encierro estuvimos angustiados e irritables -recuerda-, pero ahora estamos mucho más empáticos los cinco: mis papás, mis hermanas y yo. Con mis hermanas creo que sobre todo ha sido adaptarse una a la vida de las otras y entender que ellas tampoco ven a sus amigas, que también extrañan ese cariño y esa diversión. Entonces todo se fue volviendo mucho más armonioso”.

“¿Ya terminó, mamá?”

Poco más de un mes antes de que comenzara la cuarentena, Ana Aguirre, contadora de 33 años, fue mamá por segunda vez: hoy su bebé acaba de cumplir los ocho meses. Y también tiene una hijita de tres años. Como Gianfranco, que sólo fue una semana a jardín de cuatro y ahora quiere tener amigos, los hijos de Ana necesitan contacto con otros niños: “el más chiquito directamente es antisocial porque casi nadie lo conoce en persona. Si alguien que no sea yo lo quiere alzar, llora, aunque de a poquito se está llevando mejor con mi mamá y con la niñera”.

Cuando narra la última parte, el tono de su voz denota cierto alivio, pero no tarda en concluir sobre lo agotador que es ser madre en cuarentena. “Con dos chicos es difícil trabajar en la casa: como están todo el día adentro, no gastan energía y no se cansan nunca de querer estar con su mamá. Al menos yo tengo la suerte de tener un patio, porque la más grande estaba muy acostumbrada a que la lleve a la plaza. Así que ahora le cuesta mucho, lo sufre. A cada rato me pregunta: ‘mamá, ¿ya se terminó el coronavirus?’, y hace planes para cuando se termine el coronavirus”, ríe Ana.

Se ríe un poco en broma, un poco en serio.

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