Más de 200 días de cuarentena: lo que nadie puede quitarnos es el derecho a estar hartos

Más de 200 días de cuarentena: lo que nadie puede quitarnos es el derecho a estar hartos

Más allá de los debates a favor y en contra del aislamiento social, y buscando pensar por fuera de la omnipresente grieta, hay motivaciones personales tan subjetivas como difíciles de manejar. El mundo interior es el que se expresa.

LA GACETA / FOTO DE DIEGO ARÁOZ LA GACETA / FOTO DE DIEGO ARÁOZ
11 Octubre 2020

“Entiendo la incertidumbre y el hartazgo que sienten. Pero por favor, eviten la movilidad excesiva durante el feriado puente.

La responsabilidad individual también evita contagios y salva vidas”. ¿Quién lo dijo? ¿El presidente Alberto Fernández? ¿El gobernador Juan Manzur? Nada de eso: fue un pedido/ruego lanzado hace unos días por Ignacio Aguado, vicepresidente de la Comunidad de Madrid. Así como la alegría no es sólo brasilera, el hartazgo tampoco es patrimonio argentino y mucho menos tucumano. 

El hartazgo es un fenómeno mundial que nadie sabe muy bien cómo afrontar, porque su gestión funciona como una manta corta: cuando aflojan las restricciones se producen los rebrotes de casos, como sucede en Europa en este momento. Pero cuando las cuarentenas se endurecen el malhumor social se direcciona contra los Poderes del Estado. Así que, de uno u otro modo, los Gobiernos subsisten entre la espada y la pared.

Los que no se modifica es el hartazgo como reflejo de todo lo que la pandemia significa en la vida cotidiana. Porque todo, a la corta o a la larga, genera hartazgo. ¿Un ejemplo? Del boom de las videollamadas se pasó a una saturación que ya tiene nombre: zoomfobia. Los memes dejaron de hacer gracia, el rating de los canales de noticias se desmorona porque los opinadores son los mismos y dicen siempre lo mismo, la virtualidad dejó de interesar como novedad, el streaming va quedando exhausto porque las ideas se terminan. Detrás de todo ese cotillón levanta la mano la vida, a la que ilusoriamente la sociedad había intentado encerrar en un limbo. La vida desprovista de artificios.

¿Cómo habrá sido el hartazgo para ingleses y franceses, que debieron bancarse una guerra durante 100 años, si a nosotros 200 días nos parecen una inaudita eternidad? Tal vez nos hartamos demasiado rápido, o demasiado fácil. O tal vez, como dice Agustina Garnica en su columna, desde nuestro derecho a hartarnos cómo y cuándo nos dé la gana, lo que deberíamos plantearnos es qué entendemos realmente por libertad.

En profundidad

La pesadilla vuelve a empezar

Por Agustina Garnica / doctora en Filosofía

Tras una batalla contra el insomnio logra dormirse y entre sueños se encuentra con una idea tan temida como irritante: “todo es relativo”. La frase se multiplica en voces defensoras del punto de vista que dicen “bueno, depende” o “todos tienen sus razones”, cuando no “esta es mi verdad”. La realidad y los números que la reflejan (parecen) compactos, inamovibles, iguales a sí mismos. 

El sujeto de la experiencia insiste en una versión propia de lo que (le) ocurre. El filósofo despierta, pero la pesadilla continúa cuando se acuerda que uno de sus maestros dijo -despierto y lúcido- “yo soy yo y mis circunstancias”. Tres de las seis palabras que formaban su sentencia se referían a él mismo.

La pesadilla terminó cuando se acordó de que hubo quienes advirtieron que en la posibilidad de decir algo como “yo soy yo y mis circunstancias” doy cuenta de siglos de convivencia y acuerdo tácito con otros. Cuando el maestro usó el lenguaje dejó de estar solo.  
La pandemia se extiende e insiste en poner en evidencia nuestra vulnerabilidad, así como también la singularidad de la experiencia de los individuos de la especie humana.

Proliferan, incansables, distintas posiciones sobre las políticas del comportamiento que el desastre nos exige como sociedad, porque la experiencia es singular. El tiempo transcurrido desde que todo empezó es (presuntamente) uno y el mismo, pero la percepción varía de acuerdo a cada quien.

La percepción es singular, ¿singular e independiente? Acaso sea necesario recordar que la experiencia parece estar atravesada por incontables variables que exceden al individuo y a su voluntad. Los números son lo que son y el tiempo pasa indefectiblemente, pero los recursos con los que cada quien afronta la insistente realidad no son los mismos para todos. Posiblemente condicionen nuestra percepción, ¿condicionan nuestra verdad?  

Así, del desastre resurgen problemas filosóficos clásicos: la percepción dispar del paso del tiempo, la tensión irresoluble entre lo universal y lo particular, la guerra sin perdedores entre objetividad y subjetividad, la jerarquía (que se pretende) intocable entre realidad y apariencia. Pero resurge, con más fuerza aún, aquella frase incómoda, aparentemente trivial e inofensiva: “cada persona es un mundo”. La pesadilla vuelve a empezar.

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