A cambiar el hartazgo por algo mejor: amor a la vida

A cambiar el hartazgo por algo mejor: amor a la vida

Por Mario Costello / Dramaturgo.

11 Octubre 2020

Primavera y ya el calor esparce su polen sobre nosotros. Tucumán suele ser así, un péndulo que oscila entre los extremos. Entonces, nadie se siente sorprendido por la temperatura. Volvemos a escuchar la frase, una y otra vez, aquella que predice “¡lo que será el verano!”. Salgo de casa con la mascarilla en automático. Dos cuadras me separan del almacén. Llego con el barbijo humedecido. El rostro mojado. La tela pegoteada sobre la piel irrita más que la tercera fake news recibida en el día.

Camino muy lento de retorno. Estiro los instantes de sol. Pienso en los tiempos antes del confinamiento, lo que llamábamos la normalidad y todas aquellas cosas que considerábamos algo natural.

Miro hacia atrás en el calendario. Recuento situaciones vividas desde marzo. Trato de sacar cuentas de los días que transitamos de cuarentena. Me digo, nunca fui bueno en matemáticas. Muchos, qué se yo. Camino ahora por una plaza, está delimitada. El signo de la cinta que la abraza denota peligro. No sé si ese peligro está dentro de su perímetro o acá, afuera. Hay un árbol plateado que me gusta desde siempre. Hablan las hojas entre sí. Busco descifrar lo que expresan. Creo que me formulan una pregunta, como al pasar, como quién no quiere la cosa: ¿entiendes ahora el valor de la libertad? No les respondo. No pienso responderles. Me olvidé de comprar lavandina.

Regreso sobre mis pasos. Ahora hay que hacer cola para ingresar al local. Espero. Una señora mayor se da vuelta a mirarme. No hace falta que me diga nada. Comprendo que no estoy cumpliendo la sugerencia de los dos metros y me aparto de ella unos pasos.

Ingreso nuevamente. El rociador con alcohol diluido es un conocido. Yuli, tras de un plástico, detrás de la caja, llora. Estoy harta, me cuenta. Un familiar de ella tiene síntomas. Y encima no puede acercarse a verla. Y la angustia destruye protocolos. La escucho. La escucho y compro golosinas. Intento “correrla” de ese lugar, distraerla. ¿Cuáles eran los caramelos que te gustaban mucho y me dijiste la otra vez que lleve? Me mira sin entender. Hay desconcierto. La veo secarse el rostro con el codo y acomodarse el tapabocas floreado y colorido. Los de coco, señala. Agarro unos cuantos y pago. Me quedo ahí y la observo. Hay momentos en que las palabras son sólo moscas y que uno debe espantar. Estiro mi puño hacia sus manos por debajo de la cortina transparente. Los caramelos están en su poder ahora y mis manos envuelven las suyas. Importa más el contacto humano que nuestra consabida aspereza de la piel.

Uno ha aprendido también a leer gestos mínimos por debajo de los dispositivos de protección personal. Vemos los esbozos de sonrisa. Percibimos los suspiros que alivian aunque sea de manera momentánea. La mirada dice más que un “gracias” esgrimido de manera formal.

Supongo que hemos aprendido a construir estrategias sobre la marcha. Mando un mensaje a un amigo, el hisopado fue contundente. ¿Neumonía? A tu disposición, ya sabés, termino por decirle. Yo sé que no responderá hasta que a él se le ocurra, lo conozco, lo conocemos bien. La conciencia de finitud nos cacheteó fuertemente cuando comenzamos a enterarnos de gente cercana afectada. Imaginarse el dolor que siente quien ha perdido a un ser querido por esta pandemia nos instala en la certeza que desmorona los discursos de cualquiera que niega la percepción o incluso de aquellos que sugieren qué no es para tanto, que se exagera, que tomate esto y chau o que sólo se pretende instalarnos en la angustia y el miedo.

Había ímpetus de guerreros cuando todo esto comenzó. En mi barrio alguien ponía el Ave María a todo volumen a las nueve de la noche. O el Himno nacional. Otros aplaudían a los médicos. En algún momento comenzamos a actualizar nuestras redes. Aprendimos a usar programas para comunicarnos. Dejamos cosas por innecesarias y a brindarles mayor valor a otras. O comprendimos finalmente la necesidad de ir hacia adentro para reencontrarnos. No como algo impuesto por una coyuntura, sino como una tarea imperiosa y personal de, ahora que el tiempo se trasformó en un algo gomoso, sacarle provecho de otra manera y sostener el trabajo sobre uno mismo como prioridad. Pulir las aristas íntimas quizá sea el mayor aprendizaje de esta etapa y el recurso necesario que nos permita trasmutar todo este hartazgo en algo mejor.

En vida. En amor a la vida.

¿Quién puede pensar en cuidar las emociones y en el amor en momentos como estos?- ¿No ve acaso que la salud es lo primero?, diría cualquier desprevenido. Como si no fueran de la mano. Como si no fuera condición necesaria también cuidar de nuestros pensamientos y nuestras emociones.

Yo lo hago. Yo, ahora, intento hacerlo de manera consciente.

Y estoy convencido de que usted, si viera lo que es realmente esencial y lo valorara, también tendría la posibilidad de hacerlo.

Inserto la llave en la puerta de mi casa. Siento la tibieza del sol sobre mi cabeza. Giro a mirarlo de reojo. Me quito el barbijo. Sonrío.

Temas Coronavirus
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios