Póngase contento: somos los más infelices del mundo

Póngase contento: somos los más infelices del mundo

No es el momento más adecuado para salir a la calle y preguntarle a cualquier argentino: ¿usted es feliz? Así que a los encuestadores de Ipsos Global Advisor les hubiera sobrado con leer los diarios o mirar la TV para llegar a una conclusión que estaba más que cantada: conformamos el país más infeliz del mundo. O al menos el más infeliz de los 28 elegidos por la consultora para intentar medir algo tan inasible y volátil como la felicidad. Si la argentinidad tiene alma de tango, hoy más que nunca arrastramos por esta Tierra la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Habituados a encabezar rankings negativos, ¿quién nos quita el privilegio de lucir la medalla de oro de la tristeza?

La cuestión es que a Ipsos, firma que por medio de toda clase de encuestas se ufana de ir entendiendo qué les pasa a “las sociedades, los mercados y la gente”, se le ocurrió armar el podio de la buenaventura. De la dicha. Del bienestar. De eso que a veces cuesta tanto explicar porque, como el equipo que llevamos en el corazón, no es otra cosa que un sentimiento. Y resulta que los más felices son los canadienses y los australianos.

Aquí conviene detenerse un ratito en la banquina de lo contrafáctico. La gran ucronía argentina sostiene que, de haber hecho lo correcto, “hoy seríamos como Australia o Canadá”. Porque no olvidemos que fuimos “el granero del mundo”. Hasta que en algún momento el país se fregó y nuestro destino de grandeza terminó en el tacho de la historia. Esa proyección que haría de Tucumán un símil de Ontario o de Nueva Gales del Sur es el caballito de batalla de lo incomprobable, pero suena a música para camaleones. El problema es que “no hicimos lo correcto” y por eso Australia y Canadá despegaron hacia el macrocosmos de la felicidad y la Argentina se quedó como el personaje de los Redondos: sin llorar ni soñar al dormir. Eso sí: nadie se pone de acuerdo en qué habría sido “lo correcto”, eso que nos permitiría vivir tan felices como australianos y canadienses. Aquí los teorías discrepan hasta conformar una grieta.

Veamos los detalles

Entre los 28 países elegidos por Ipsos para elaborar el ranking de la felicidad no figuran los más pobres y postergados de África, Asia y América Latina. O sea que no estamos comparando a la Argentina con Sierra Leona, Siria o Venezuela. Los “rivales”, con algunas excepciones, son pesos pesados del primer mundo. Así que cuidado con las sentencias inapelables. La aclaración, nobleza obliga, desmaleza las planillas de Excel.

El 86% de los australianos y canadienses encuestados afirma que es feliz. Siguen los chinos (83%) y los estadounidenses (79%), lo que no deja de llamar la atención por múltiples razones, aunque dos son suficientes: Xi Jinping y Donald Trump. Claro que la metodología del sondeo quita el foco de los líderes políticos para apuntarlo a las motivaciones personales. Buena salud y bienestar físico (55%), disfrute de los hijos (48%) y relaciones sentimentales satisfactorias (48%) son la base de la pirámide de la felicidad de acuerdo con australianos, canadienses, chinos y estadounidenses. El resto marcha, con pocos matices, por la misma senda.

¿Y qué es lo que menos felicidad genera? Los encuestados dicen “las posesiones materiales y el tiempo empleado en las redes sociales”, lo que suena a hipocresía de acá a Groenlandia y es materia de análisis filosófico. En un mundo en el que el tener reemplazó al ser (posesiones) y vivir desconectado es un pecado social (redes), quejarse no es otra cosa que una pose, puro cinismo disfrazado de correción política. Ni siquiera alcanza la categoría de autoengaño.

El caso europeo es interesante, porque ingleses y alemanes afirman sentirse más felices este año que en 2018. Justo dos países cruzados por un huracán mucho más dañino que Dorian, teniendo en cuenta que sus líderes son carne de descrédito y nadie sabe qué sucederá en el corto plazo, en especial con los británicos y el letal combo Brexit-Boris Johnson. Los más infelices de Europa son los españoles, que además ocupan el puesto 27 en el ranking total, apenas por delante de... Argentina.

Tristeza nao tem fin

Son demasiados los motivos que constituyen el mapa de la infelicidad argentina, empezando por la más frágil de nuestras vísceras: el bolsillo. Toca crisis en este loop que determina la historia nacional, calculando que más o menos cada diez años raspamos la olla esperando que pase.

Pero será que además de infelices nos sentimos insatisfechos. Y enojados. O que tanto enojo e insatisfacción nos arrastran a la tristeza. Es lo mismo. Son estados de ánimo complicados, un bocado de cardenal para que aparezca Ipsos con la servilleta anundada al cuello, deseoso de pinchar el tenedor en un país sumido en el desencanto.

¿Y cómo juega la grieta en todo esto? La abrumadora mayoría podrá estar hastiada de tanta intolerancia, pero conviene apuntar que hubo grietas mucho peores que la que venimos soportando en el siglo XXI. Seguramente todo empezó el 25 de mayo de 2010 a la nochecita, cuando al salir del Cabildo, Mariano Moreno se fue por un lado y Cornelio Saavedra por el otro. De grietas está construida la historia argentina, grietas que dejaron ganadores (como los unitarios) y perdedores (como los federales, condenados a que en los colegios se enseñe literatura con “El matadero”). Mientras de este lado del charco gobernaba el Restaurador, en Montevideo los opositores editaban un diario que se llamaba “Muera Rosas”. Y antes de todo eso Lavalle había fusilado a Dorrego. ¿Y las grietas del siglo XX? Hay a montones, aunque ninguna a la altura de la dicotomía peronismo-antiperonismo, o de la sangrienta grieta setentista que culminó de la peor manera: con terrorismo de Estado. No es que siempre se puede estar peor; es que ya estuvimos peor.

En lugar de encuestadores, Ipsos debería enviar antropólogos para que escarben un poquito más en esta zona de confort que los argentinos llamamos infelicidad. “Estoy mirando mi vida en el cristal de un charquito/ y pasan mientras medito las horas perdidas, los sueños marchitos”, escribió el incomparable Homero Manzi. Y más adelante, cuando “De barro” ya es una pelota de dolor que asfixia, remata diciendo “Y hoy que no vale mi vida ni este pucho del cigarro,/ recién sé que son de barro el desprecio y el rencor”. Durísimo.

Será que ni en Australia ni en Canadá hubo poetas capaces de alinear la Biblia y el calefón en la misma góndola y por eso escrutan la vida con otros ojos. Porque mire usted que Discépolo compuso “Cambalache” en 1934, cuando éramos “el granero del mundo” y no había motivos aparentes para ser presas de la infelicidad. “¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!”, clamaba Discepolín hace casi 100 años, en un tango que es una explosión de enojo e insatisfacción. O mejor dicho, de infelicidad. En otras palabras: Ipsos no descubrió nada, apenas nos está describiendo.

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