El dueño de los silencios

El dueño de los silencios

Un enorme escenario desnudo, una silla y él, hace 30 años Era suficiente para desandar “Los caminos de Federico”, sobre García Lorca, una de las realizaciones más aplaudidas de Alfredo Alcón. Su voz rompía todos los preconceptos en el monólogo de “Doña Rosita, la soltera”, con el que cerraba el espectáculo. Pero una de sus grandes virtudes fue el manejo del silencio: las pausas son un elemento vital del teatro, el soporte a partir del cual surge la tensión dramática y la autopista por donde va la expectativa. Su mano estirada al infinito, esperando lo que nunca iba a llegar; sus ojos infinitamente abiertos; sus pasos lentos y precisos (no hay que moverse sin tener adónde ir), y, finalmente, luego de segundos que parecían horas, su palabra: “hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas, y si las hubiera, nadie entendería su significado”. Su sola presencia era un mensaje estético e imponía un sentido silencioso al discurso teatral. No le hacía falta hablar para comunicar, ni siquiera en estos tiempos del ensordecimiento y del ruido.

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