La responsabilidad en el ingreso universitario

La responsabilidad en el ingreso universitario

Todos cometemos errores en la educación de nuestros hijos. A Rilke lo mandaron a sufrir a un liceo militar para formar al mejor poeta de su tiempo. Dostoievski se graduó como ingeniero militar antes de ser novelista.

UNA MIRADA ACADÉMICA. Un largo camino desde el test vocacional hasta llegar a la meta máxima de la graduación.  LA GACETA / FOTO DE ANTONIO FERRONI UNA MIRADA ACADÉMICA. Un largo camino desde el test vocacional hasta llegar a la meta máxima de la graduación. LA GACETA / FOTO DE ANTONIO FERRONI
10 Marzo 2013
-Soy un irresponsable - me dijo el alumno, revelando así en sus palabras alguna nota de dolor que también se manifestaba en su expresión facial.

-¿Cómo? - salté al escuchar en mi oficina una confesión inesperada e impensable en un país donde, desvirtuando a AtahualpaYupanqui, podríamos cantar: "Las virtudes son de nosotros, los pecados son ajenos".

- Que soy un irresponsable - insistió el chico obstinada pero respetuosamente.

- Nadie es irresponsable por haberse sacado una mala nota - retruqué sin mayor convicción.

- Dos notas: Matemática y Física - me corrigió -. Fui al examen de Física sin dormir.

-¿Y al de Matemática? - lo invité a completar.

-Igual - terminó diciendo sin perderse la ocasión de flagelarse.

-¿Qué te pasó? - le pregunté desde mi pedestal de director de ingreso, quizás confundiendo momentáneamente mi rol de educador con el de San Ignacio de Loyola.

-Un recital y cerveza - me ofreció para que lo condenara a prisión perpetua sin salidas y sin encuentros higiénicos o, mejor, a muerte por medio del garrote.

Al mencionar la cerveza me hizo revivir el olorcito a cebada y lúpulo que había en la parada del 128 ubicada frente a la Cervecería Palermo, ahora Alto Palermo, y en la canción del M.I.T. que decía: "We are/we are/we are the engineers,/ We can, we can, we can demolish forty beers/…", que no era más que una adaptación del famoso coro "Glory, glory, Hallelujah" que se cantaba a viva voz hasta que los WASPs de Harvard se quedaban con las mejores chicas de Boston. Antes de volver a mi rol educativo, lo miré a Matías con una expresión de ¿y vos te crees el inventor de la cerveza?, pero diciéndole:

-Si te diéramos otra oportunidad, ¿serías responsable?

Me miró demasiado tiempo, sin dejar de asentir. Traté de encontrar en su rostro datos para hacer un diagnóstico diferencial: ¿resignación? ¿gratitud? ¿hastío? No me quedaba claro. Tampoco me quedaba claro si el chico estaba buscando que yo lo ayudara o que lo expulsara, pues algunos de los que se acercan a la universidad, vienen empujados por sus familias, y sólo quieren que les digamos que busquen otra cosa, como los que donan sangre solamente para que le digan que no tienen SIDA. Le propuse:

-Dos horas diarias de tutor individual en tus dos materias y dos clases diarias de repaso colectivo durante dos semanas y rendís los dos parciales. Espero que no te saques un dos porque los dos nos estamos jugando juntos.

Sonrió, pero tampoco pude leer su sonrisa. Podía estar disfrutando la repetición de los "dos", la de las jotas o su propia repetición en el futuro. Podía estar diciéndome: no sabés con quién te metiste. Podía estar complacido porque alguien creía en él. Podía también estar con la mente blanca, negra… o, ¿quién sabe?, rubia y espumante.

Llamé a mi secretaria para que le armara los horarios. Entretanto recordé mi salida de una pizzería, luego de haber consumido la promoción de la cerveza con las tres porciones, encontrarme con el equipo de alcoholemia delante del local, pedirle que me controlaran mi nivel para ver si podía manejar y descubrir que no me podían hacer la alcoholemia si no estaba dentro del automóvil, sobrio o borracho. No, ya sé que la referencia está mal puesta, pero los autos borrachos no existen todavía. Minutos después Rosa me hacía comprender, una vez más, que ella siempre andaba varios pasos delante de los míos.

-En Física no tenemos problemas. ¿En Matemática lo prefiere al profesor Juárez o al licenciado Enrico?

La pregunta de Rosa no era menor ya que la coexistencia, nada pacífica, de estos dos docentes reflejaba la presencia de dos paradigmas antagónicos dentro del mismo universo institucional. Juárez pertenecía al mundo visible, muscular, apenas tridimensional. Su problemática académica estaba centrada en la tiza, la voz y el peso de las pizarras. Enrico, en cambio, pertenecía al mundo de las topologías y las esencias. Para él, nada era más valioso que las paradojas y, entre las paradojas, ninguna más interesante que la mujer. Para terminar la presentación: Juárez creía en Julio César, Enrico en Oscar Wilde y ninguno de los dos parecía creer en la educación de la juventud o de ellos mismos.

-Una hora cada uno en días diferentes - le respondí pensando en que los docentes no se injuriaran y empujaran en los pasillos ni en las aulas mientras cubrían funciones dentro de mi departamento.

-Muy bien, ingeniero - y Rosa salió llevándose al obediente irresponsable detrás.

Claro está que, cuando ellos se fueron, me quedé solo en mi enorme oficina con la sensación de haber fracasado triplemente: con el muchacho, con la educación y conmigo mismo. Nadie dice, así nomás, que es un "irresponsable" si no tiene varios problemas adicionales. Desde mi posición en la Dirección de Ingreso ya había conocido algunos "problemitas" psiquiátricos, neurológicos, psicológicos, físicos, legales, familiares, religiosos, sociales, deportivos, afectivos, alimenticios y académicos de mis alumnos y de los docentes a mi cargo. Por supuesto, yo podía "derivarle el caso" a la Secretaría Académica, que le pondría un psicólogo, un religioso, un hermano mayor o cualquier otro apoyo virtual al muchacho, una acción que sólo serviría para ocultar mi inacción y, sobre todo, para salvar mis culpas. Elegí otro camino:

- Rosa, déme con alguno de los padres de Matías, por favor.

Instantes después me atendía el padre, un conocido fabricante de autopartes quien, a las diez palabras, me preguntaba:

- ¿Tiene unos minutos para atenderme? Mi oficina está muy cerca de la suya.

Muy pronto un mail de mi secretaria me informaba:

- Ya está acá…

Imposible. El tiempo no daba, a menos que:

- … vino en moto. No quiere entrar hasta que llegue la mujer que viene de Puerto Madero. ¿Lo hago pasar?

Le pedí que no. Probablemente necesitara pensar.

Hacía tiempo que no me visitaba gente tan elegante en el aspecto, en los modales y en la voz. Parecían recién llegados de un cuento maravilloso más que de mi crónica universitaria. Les conté mi relato del encuentro con Matías en silencio. Sus rostros no mostraron la menor sorpresa. Hubo una pausa mientras nos servían los cafés rituales hasta que habló el padre:

- En primer lugar, quiero agradecerle que se haya interesado en nuestro hijo. No es común.

- Acá entrevistamos a todos los aplazados - intervine sonriendo -. No somos samaritanos. Cada fracaso en el ingreso nos resulta muy caro.

Él también podía sonreír y continuar:

- Lamentablemente las secundarias nos distraen con su internacionalidad, pero nos hacen olvidar los fundamentos locales. La regla de tres simple, por ejemplo.

Él parecía estar enfocado más hacia los conocimientos del muchacho, ella hacia su salud psíquica.

Yo les expliqué que mi mirada era puramente académica, que yo mismo había tenido notas inferiores a las de Matías y que me preocupaba más el aspecto personal del joven que su graduación. Traté de acercarme al tema:

- ¿Quién eligió la carrera de Ingeniería?

- La pensamos entre los tres - contestó la mamá sin dudar.

- ¿Le hicieron algún test vocacional últimamente? - continué.

- Le hicimos tres que dieron diferente - aportó nuevamente la mamá.

- ¿Qué carrera les recomendaron? - volví a indagar.

El dictamen lo dio el papá sin titubeos:

- Arte, Ingeniería y Medicina. ¿Le parece normal?

- Sí - contesté con seguridad -. A esa edad la normalidad no es tener tres medicinas. Los más problemáticos son los chicos con certezas. ¿Y por qué eligieron Ingeniería?

- Porque mi marido tiene una fábrica y, algún día, Matías podría llegar a reemplazarlo - dijo la mujer con buena dicción y sin identificar a la conocida empresa.

En este punto me surgió una pregunta que resultaría incómoda (y adelantada al texto):

- ¿Va seguido el muchacho a la fábrica?

El diálogo se congeló en la mirada que intercambiaron los progenitores. No, por supuesto. Ni pudieron decirlo. Parecían detenidos en: ¿cómo nos olvidamos? Se mantuvieron en derrotado silencio.

Pero yo estaba allí ofreciéndoles tanto una soga para atarla a sus cuellos así como otra para rescatarlos de las aguas.

- Todos cometemos errores en la educación de nuestros hijos. Yo mandé a mi hijo violinista clásico al Pellegrini. A Rilke lo mandaron a sufrir a un liceo militar para formar al mejor poeta de su tiempo. Dostoievski se graduó como ingeniero militar antes de ser novelista - al ver muy poco consuelo en estos dos padres que, en algún sitio, se habían sentido perfectos, fui contándoles el plan de trabajo elaborado por Rosa, para cerrar diciéndoles:

- Yo me encargo personalmente de analizar los errores cometidos anteriormente y les enseño a rendir exámenes.

Nos despedimos ceremoniosamente. Al día siguiente ya estábamos vigilándolo a Matías, que concurriera a sus clases y que estuviera al día con las tareas, mientras recibíamos las opiniones de los docentes. El pobre muchacho no deslumbraba a nadie. Así pasó la primera semana, el primer repaso, la segunda semana, el segundo repaso y llegó el día del examen con mi recorrido por las aulas.

- ¿Dónde está Matías? - le pregunté a Rosa, que llevaba en mano las listas de aulas y alumnos.

- Acá, ingeniero - me respondió mostrándome sus papeles.

- En la lista, no - le devolví -. El alumno.

- No, no vino - dictaminó -. Tendría que estar en el aula 23.

Fuimos al sitio. No estaba. Miramos la lista. Recorrimos todo. Y volví a mi oficina para llamar a la casa, donde me atendió la madre:

- No, ingeniero - me contestó con una voz menos afinada que la que le había conocido en mi oficina -. El chico estudió toda la noche para su examen. No faltó a sus clases ni una sola vez, vio al psicólogo todos los días y la familia entera hizo sesiones familiares. ¿Qué más podemos hacer? ¿No se está volviendo una persecución lo suyo?

- Señora, por favor, no lo tome a mal. Matías no está en ninguna de las aulas y ni siquiera entró a la universidad - insistí -. Sólo por razones de seguridad, ¿dónde puede estar?

- Déjeme ver en su cuarto - respondió más enojada conmigo que asustada por el joven -. Ahora le digo… Matías… Matías… HIJO…HIJO…

Fue aquí mismo, al oír una de las palabras maternales más tiernas de todo el vocabulario, que colgué para no tener que descubrir una nueva versión de la elegante mujer. Fue aquí mismo que decidí no comprometerme con nuevos rescates y, debo confesar, también fue aquí, y a partir de este momento, que decidí, yo también, que comenzaría a decir:

- Soy un irresponsable.

© LA GACETA Osvaldo Peusner - Escritor y periodista. Graduado en Filosofía e Ingeniería en el M.I.T. (Massachusetts Institute of Technology), ex director de ingreso del ITBA (Instituto tecnológico de Buenos Aires), ex gerente de proyectos de Techint.

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