Adiós Coché

José Ignacio García Hamilton (1943 - 2009) despidió en estas páginas a algunos de sus más queridos amigos. Al último de ellos le dedicó una nota titulada con su apodo, como demostración de afecto. Este suplemento quiere homenajear a quien fue uno de sus más valiosos colaboradores, desde sus 19 años, con el mismo tono, con idéntica intensidad y rescatando pasajes de los mejores textos que publicó en estas columnas a través de las décadas. LA GACETA Literaria despide a un escritor que dejó su marca entre los argentinos; pero, sobre todo, despide a un amigo. Esplendor y ocaso de la República Argentina Por José Ignacio García Hamilton.

INFATIGABLE. José Ignacio nunca se cansó de investigar las raíces de su país para intentar comprenderlo. INFATIGABLE. José Ignacio nunca se cansó de investigar las raíces de su país para intentar comprenderlo.
21 Junio 2009
Durante los tres siglos de régimen colonial, el territorio que hoy conforma la República Argentina fue una de las zonas más pobres, despobladas y alejadas de los centros del poder político y económico. Hacia 1810 nuestro producto bruto era casi insignificante dentro del continente (México y Perú eran las zonas importantes) y nuestra población era inferior a la de Chile, Paraguay, Perú y el Alto Perú (la actual Bolivia). La guerra de la independencia afectó todavía más nuestra situación y, en el caso de las provincias del norte, la pérdida del tráfico de mulas, carros y mercaderías con el Alto Perú fue dañosa.
El gobierno de Rosas no cambió demasiado el panorama: al estancamiento económico -hasta 1852 importábamos trigo y harinas, y exportábamos principalmente tasajo, es decir las carnes saladas que en el norte llamamos charqui- se sumaron la intolerancia política y el sistema dictatorial.
Fue a partir de 1853, con la sanción de la Constitución Nacional, inspirada por el pensamiento de Juan Bautista Alberdi, cuando el país inició cambios sustanciales: el absolutismo político fue reemplazado por la división de poderes y el principio de juridicidad; la religión única por la libertad de cultos; el estatismo económico por la iniciativa individual y la defensa de la propiedad privada; el odio al extranjero por el fomento de la inmigración y los privilegios estamentales por la igualdad ante la ley.
La república comenzó entonces una etapa de enorme crecimiento. Oleadas de inmigrantes italianos, españoles, judíos, árabes y de otras nacionalidades poblaron nuestro suelo y la nación se convirtió en una importante exportadora de granos y carnes, ayudada por una infraestructura propiciada por el Estado: ferrocarriles, caminos, puertos, correos y telégrafos. La ley 1.420, propiciada por Domingo F. Sarmiento y promulgada por Julio A. Roca, proveyó educación laica y gratuita a los hijos de inmigrantes y de nativos.
En 1914, éramos unos de los principales exportadores de granos y carnes del mundo: nuestro producto bruto por habitante ascendía a 470 dólares, mientras el de Francia era de 400, el de Italia 225 y el de Japón 90. El nivel de los sueldos mostraba que la distribución de la riqueza superaba los promedios universales: el salario de un obrero que se incorporaba al mercado de trabajo era superior en un 80% al de Marsella, un 25% más alto que el de París, e igual al de Nueva York. El azúcar tucumano y el vino mendocino acompañaban el proceso del litoral. Nuestro producto nacional era la mitad del de toda Hispanoamérica y nuestro crecimiento admiraba al mundo. Hasta Vladimir Lenin, en El Estado y la Revolución, había mostrado su conocimiento del fenómeno.
Pero la existencia de amplios núcleos de extranjeros que educaban a sus hijos en sus idiomas de procedencia (italiano o idisch) preocupó a las autoridades. En 1908, con el objetivo de "homogeneizar a los hijos de inmigrantes", se inició una intensa educación patriótica basada en el culto legendario a los héroes guerreros, la que puso como modelo para los niños al militar que muere pobre (San Martín y Belgrano, supuestamente, aunque ambos fueron ricos). Martín Fierro, el gaucho humilde que se hace pendenciero y asesino, a quien José Hernández imaginó para mostrar la degradación que producía la leva forzosa (el servicio militar de la época) fue visto por Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas como un caballero andante de las pampas, un paladín noble, viril, casto y honesto, y así fue presentado en las aulas. En las décadas del 20 y del 30, el revisionismo histórico nacionalista reivindicó la memoria del sangriento dictador Juan Manuel de Rosas y lo propuso como el paradigma de gobernante providencial. Al compás del propósito de "argentinizar a los gringos" o buscar nuestra "identidad nacional", los valores culturales se fueron modificando.
Los hechos acompañaron a las ideas, como si el país siguiera los pasos de la fórmula acuñada durante la colonia: "padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero". En 1907 se reservó el petróleo del subsuelo para el Estado y, a partir de 1916, se congelaron los alquileres y se multiplicó la designación de empleados públicos con tareas inexistentes o imprecisas (hoy llamados ñoquis), todo lo cual afectó el derecho de propiedad. En 1930 se produjo un golpe de estado y, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, momento en que fuimos acreedores de Inglaterra y de otros países europeos, el despilfarro de los gobiernos se intensificó y los déficits estatales provocaron primero inflación y luego una descomunal deuda externa. El cambio de arquetipos trajo sus consecuencias: el país pacífico y laborioso imaginado por Alberdi en Las Bases ("hay que conquistar por el trabajo lo que antes se lograba por las guerras") sufrió la guerra de Malvinas, conoció la violencia política, fue azotado por el terrorismo de estado y hoy ha sido convertido por sus gobiernos en un mendigo internacional. Ostentamos el récord universal de la mayor deuda por habitante, las últimas administraciones han congelado los depósitos de los ciudadanos en despojo fenomenal y legisladores de todos los partidos aplaudieron la declaración del default.
¿Por qué abandonamos los principios de modernidad y el camino que había sido tan exitoso? ¿Estamos condenados a la decadencia y el fracaso? La actitud de echar las culpas a los de afuera no contribuye al mejoramiento propio. La introspección íntima y una mirada sobre las décadas posteriores a 1853 nos muestran que el progreso es posible, si retornamos a los valores positivos. Aunque los ganados y las mieses ya no son las mercaderías buscadas por el mundo, el universo siempre está abierto para los pueblos trabajadores, libres, abiertos al conocimiento y respetuosos de la ley.
© LA GACETA

* Artículo publicado en LA GACETA Literaria el 4 de agosto de 2002 y en el libro Reinventar la Argentina (LA GACETA - Sudamericana) en 2003.

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