Vladimir Putin. Vladimir Putin.
Hace 2 Hs

César Chelala

Columnista invitado

La invasión rusa de Ucrania obliga a revisar el legado más persistente del comunismo: una cultura política que aún hoy limita la capacidad de Rusia para convertirse en una sociedad abierta y moderna.

El régimen soviético prolongado dejó cicatrices profundas. Su población arrastra un aire de introspección y desencanto, herencia de décadas de vigilancia, de uniformidad forzada y de ausencia de libertades básicas. Lo observé también en Armenia: la aparente seguridad material ocultaba un clima de presión y conformismo que terminó por moldear generaciones enteras.

Con la desintegración de la Unión Soviética en 1991, el país entró en un caos institucional. Como recuerda Angela Sem, una joven rusa radicada en Nueva York: “Tras la caída del sistema no hubo reglas ni ética empresarial. Los que tenían iniciativa -y conexiones- aprovecharon el vacío para enriquecerse rápidamente. Los más cercanos al poder fueron los más favorecidos”.

Esa dinámica allanó el camino para la creación de una sociedad profundamente desigual, con una élite económica minúscula y una mayoría atrapada entre la precariedad y la frustración.

El exilio como alternativa

Ante la falta de oportunidades y el deterioro económico creciente, miles de jóvenes -entre ellos artistas, profesionales y científicos- optan por marcharse. Huyen no solo de la falta de futuro, sino también de un sistema que castiga la independencia y la honestidad. Negarse a pagar un soborno puede acarrear auditorías repetidas, acoso policial o el cierre del negocio.

Durante un viaje a Moscú, una joven madre a la que pedí indicaciones resumió la paradoja rusa con una simple pregunta: “Si somos un país tan rico, ¿por qué somos tan pobres?” Su tono no era de enojo, sino de resignación, un sentimiento cada vez más común en una sociedad que percibe cómo la riqueza nacional queda en manos de unos pocos.

Rica, mal administrada

Rusia posee enormes recursos naturales y es la novena economía del mundo según su PIB nominal. Sin embargo, gran parte de esa riqueza se encuentra en regiones remotas y de difícil acceso, lo que la hace más costosa de explotar. A ello se suman la corrupción endémica y el abandono de la infraestructura, factores que erosionan cualquier intento de desarrollo sostenible.

La abundancia de recursos debería ser una oportunidad; en Rusia, se ha convertido en una trampa que alimenta el poder de las élites y perpetúa la dependencia del extractivismo.

El ascenso de Vladimir Putin -un exmiembro del aparato de seguridad soviético- marcó el inicio de un modelo político centrado en el control, no en la modernización.

En Rusia, donde los símbolos pesan más que los hechos, Putin ha construido la narrativa de una nación sitiada por enemigos externos. La estrategia ha sido eficaz para justificar su permanencia en el poder, el fortalecimiento de los servicios de seguridad y la supresión de la disidencia.

Muchos rusos coinciden en que la corrupción nunca fue tan profunda como ahora. Las maniobras de Putin para perpetuarse en el cargo, junto con la manipulación electoral y el amordazamiento de los medios, han generado una sensación de impotencia social. La anexión de Crimea y la invasión de Ucrania, lejos de aislarlo, reforzaron temporalmente su popularidad gracias a la propaganda estatal.

Futuro bloqueado

Aunque existe un fuerte orgullo nacional, los rusos desean vivir en un país donde puedan expresar sus ideas sin temor. Pero ese deseo se estrella contra una estructura de poder que no admite disidencias y sostiene su legitimidad a través del conflicto, no del consenso.

Con la guerra en Ucrania sin un final previsible y un liderazgo obsesionado con preservar el control a cualquier costo, Rusia enfrenta una crisis de identidad profunda. El país está atrapado entre el pasado autoritario que no logra superar y un futuro que se le escapa debido a la incapacidad de su dirigencia para impulsar reformas genuinas.

La clase gobernante se aferra a la confrontación externa porque teme la rendición de cuentas interna. Mientras tanto, la sociedad civil, debilitada y vigilada, lucha por mantener viva la esperanza de un país más libre y justo.

El desenlace es incierto, pero una cosa es evidente: Rusia enfrenta un conjunto de desafíos que no podrán resolverse mientras persista un sistema político construido para proteger al poder, no a su población. El tipo de nación que Rusia llegará a ser dependerá, finalmente, de su capacidad para romper ese círculo vicioso.

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