El “voto hartazgo” que volvió a pintar el mapa de violeta esta semana es un fenómeno mucho más profundo que un simple humor electoral. El triunfo de Javier Milei y el desmoronamiento de la dirigencia tradicional no son solo una anécdota política; son el síntoma de una sociedad que cambió de piel, huyendo de un tipo de agotamiento para correr, quizás sin saberlo, hacia otro. Ya hace dos años, esa facción de la sociedad ajena a la lealtad peronista y al antiperonismo visceral, le había dado una clase magistral a toda la estructura tradicional de los partidos políticos en la Argentina: los dejó prácticamente fuera de juego y consagró presidente a un outsider impensado.
El domingo sucedió algo parecido. El mapa nacional, pintado de violeta con una contundencia que sorprendió al propio Milei, es la prueba irrefutable. El gran error de cálculo de peronistas, radicales y macristas fue creer que los yerros libertarios alcanzarían para que la gente volviera arrepentida al redil de lo conocido. Se dejaron encandilar por los escándalos y las pifias de gestión, sin advertir que para esa mayoría silenciosa, los errores del presente pesan mucho menos que las décadas de fracasos del pasado.
La dirigencia tradicional insistió en ofrecer lo mismo de siempre, confiando en que el miedo o la moderación harían el trabajo. Fracasaron otra vez. El mensaje de la sociedad es claro: ya no hay vuelta atrás. El cambio de era que estamos viviendo, con el avance arrollador de la tecnología y la IA, atraviesa todos los aspectos de nuestras vidas. La política no es la excepción; tampoco la democracia ni la exigencia social a sus líderes.
Las enseñanzas de Han
La Argentina pre-Milei era, usando los términos del filósofo Byung-Chul Han, una perfecta sociedad disciplinaria. Era un sistema definido por la negatividad y el “no debes”. La “casta”, como la bautizó el libertario, no era otra cosa que la encarnación de esa autoridad prohibitiva: “No podés importar”, “no podés ahorrar en dólares”, “no podés fijar tu precio”, “no podés despedir”. Un universo de cepos, regulaciones y culpas ajenas, donde el fracaso individual siempre era culpa de un “Otro” (el FMI, los empresarios, el campo, el sindicato).
El hartazgo que se evidencia es el síntoma de esa sociedad disciplinaria. Pero es un cansancio particular, muy comarcano. No es el burnout (el síndrome de la “cabeza quemada”) clásico del europeo que describe Han, agotado por el exceso de rendimiento. El nuestro es el cansancio por la imposibilidad de rendir. Es el hartazgo del individuo que se siente bloqueado, impedido, asfixiado por un sistema que lo disciplina pero no lo deja competir. Era el hartazgo, en criollo, de no poder.
Sobre esa frustración cabalgó Milei. Él no ofrece un proyecto colectivo; ofrece exactamente lo contrario. Su promesa es la “sociedad del rendimiento” en estado puro. Es el “sí, puedes” libertario.
Frente al “no debes” de la casta, Milei instaura el imperativo de la positividad: “vas a ser libre”, “vas a poder progresar si te esforzás”, “vas a poder competir”. Este es el giro copernicano que explica el individualismo que vemos crecer. El votante deja de percibirse como parte de un colectivo (la clase obrera, el radicalismo, el peronismo) para verse como un “emprendedor de sí mismo”. Un sujeto que ya no quiere que el Estado lo “cuide”, sino que le despeje la pista para poder rendir.
El problema, y aquí es donde la filosofía nos da un golpe de realidad, es la trampa que esconde la sociedad del rendimiento. Han advierte que este nuevo modelo es una forma de explotación mucho más eficiente, porque es autoinfligida.
Nos liberamos del amo externo (la “casta”, el Estado) solo para convertirnos, al mismo tiempo, en “amo y esclavo” de nosotros mismos.
En el paradigma Milei, el imperativo ya no es obedecer al político, sino tener éxito. Si el individuo fracasa en esta nueva jungla de rendimiento, ya no podrá culpar a un “Otro”. El sistema le dirá: “Eras libre, ¿por qué no lo lograste?”. El fracaso deja de ser político y se vuelve personal, neurótico. Es la culpa del que “no se esforzó lo suficiente”, del que “no la vio”.
La Argentina huyó del cansancio por el bloqueo y abrazó con fervor la promesa del rendimiento individual. Estamos escapando de la frustración para entrar de lleno en la era del burnout.
Ahora bien. Esto que hoy a Milei le resulta exitoso también puede volvérsele en su contra. Lo vivieron otros líderes con ideas similares, que apostaron a esa libertad individualista para seducir al electorado, cansado de tanta regulación. O al menos a un sector del electorado que pide una actualización del concepto del Estado de Bienestar.
El gobierno libertario camina en la cornisa con algunas cuestiones que para gran parte de la sociedad son sagradas: los jubilados, la universidad pública, los discapacitados y la salud pública. El humor social se caldeó con las embestidas contra algunas banderas caras para los argentinos. Es cierto que, siguiendo con Han, estamos atravesando la era del individualismo y la realización personal. Pero, como la frase que reactualizó la serie El Eternauta, “nadie se salva solo”. Esa noción también se instala.
La cuestión es que Milei volvió a dar cátedra para interpretar el sentir social, mientras que la oposición continúa perdida en romanticismos de otra época. El individualismo elitista que pregona un sector libertario asusta, pero las mañas y promesas del peronismo espantan. Ni el new justicialismo de Provincias Unidas ni el kirchnerismo nostálgico convencen. Menos la tibieza del PRO macrista ni la UCR en terapia intensiva. ¿Corren todos peligro de extinción? O cambian en serio o desaparecen. La paliza que recibió Milei en la provincia de Buenos Aires el mes pasado fue apenas una advertencia para los libertarios respecto de que la sociedad está en esa transición en la que no quiere un Godzilla violento que rompa todo ni un profesor amable que los deje en la lona entre discursos bonitos.
Por estos lares
En ese panorama de marea violeta, la estrategia de Osvaldo Jaldo en Tucumán se agiganta. El gobernador fue el único dirigente de la estructura tradicional que leyó con precisión la magnitud del “voto hartazgo”. Entendió que la ola violeta venía y que, si no actuaba, le pintaría la provincia. El “Huracán” de Trancas la vio hace rato: ya antes de asumir sopló fuerte para ajustar el Estado, puso en caja a sus adversarios internos y exigió trabajo traducido en obras y seguridad a su Gabinete. El mandatario entendió que algo en el país había cambiado con Milei presidente.
Por eso el domingo reivindicó su estrategia, más allá de lo reñido con las buenas prácticas políticas de las candidaturas testimoniales. Jaldo no libró una batalla ideológica; ejecutó una maniobra de supervivencia táctica. Pagó el costo de ser candidato testimonial, bajó la cabeza para unificar al peronismo comarcano y se puso la campaña al hombro. Su victoria no fue revertir el hartazgo, sino administrarlo. Construyó un dique de contención lo suficientemente fuerte para salvar la ropa, quedarse con la victoria en las elecciones y consolidar su liderazgo. La pregunta que resuena hoy es qué hubiese pasado si él no encabezaba la boleta. Jaldo jugó fuerte y ganó, y ahora se para con otras cartas para negociar con la Nación. Que el Frente Tucumán Primero haya sido la quinta fuerza más votada a nivel nacional le ofrece una ventaja competitiva.
La contracara de esa lectura es la Unión Cívica Radical. Roberto Sánchez es el gran derrotado de la jornada porque su estrategia se basó en una premisa que las urnas demostraron falsa. Creyó, como el resto de la dirigencia tradicional, que el “miedo kuka” y los errores de Milei le devolverían los votantes. Le habló a un electorado que ya no existe: el que elige al dirigente con fama de buena gente y alejado de la corrupción. En otros tiempos fue suficiente, pero ahora ya no.
Mientras Sánchez apelaba al pasado, Lisandro Catalán simplemente canalizaba el presente. El ministro del Interior no necesitó alianzas con estructuras viejas; le bastó con ofrecer el vehículo puro del hartazgo nacional. El segundo puesto de La Libertad Avanza en la provincia, que le ofrenda dos bancas al presidente, es mérito de Milei, pero también del acierto táctico de Catalán.
La lección del 26 de octubre es profunda. La democracia se fortalece, sí, pero con una sociedad que alecciona sin pudor desconcertando a ganadores y perdedores con su decisión. ¿Habrá llegado el momento de dejar de subestimar a la sociedad? ¿O, por el contrario, está más manipulada que nunca? Tarea para el filósofo Han. Para la ciudadanía, la premisa es observar con atención el entorno. Para la dirigencia es mirar más a sus vecinos que, tarde o temprano, se hartan de ciertas prácticas. Y deciden en serio.











