“Hace dos años que trabajo como chofer. Siempre fui gastronómico, pero es una actividad muy jodida, que no te sirve y te pagan dos pesos. Me conviene más laburar como Uber Moto. Un gastronómico trabaja 12 horas para ganar $15.000, mientras que como chofer, en ocho horas, se consiguen $32.000”, cuenta Leonardo, de 50 años, que pasó buena parte de su vida en diferentes locales de comida. Su testimonio no es aislado: es la muestra de una tendencia que crece en Tucumán y en otras provincias, donde miles de trabajadores ven en las aplicaciones de transporte una salida rápida frente a un mercado laboral formal cada vez más cerrado.
Uber Moto promete ingresos inmediatos, flexibilidad horaria y una demanda constante en las ciudades. Para muchos, representa la posibilidad de dejar atrás empleos con salarios que apenas alcanzan para sobrevivir. En un contexto inflacionario y con pocas oportunidades de trabajo registrado, subirse a una moto y conectarse a la app se convirtió en una de las alternativas más accesibles. Sin embargo, detrás de esa oportunidad también se esconde la otra cara: el caos del tránsito, la falta de controles, la inseguridad vial y un sistema de transporte formal que se derrumba sin que aparezcan respuestas de fondo.
La crisis de los colectivos en la provincia no empezó con Uber. Se arrastra desde la pandemia, cuando el confinamiento obligatorio forzó a millones de personas a abandonar el transporte público. En 2019, en San Miguel de Tucumán se habían vendido 55,6 millones de boletos de colectivo. Con la cuarentena estricta de 2020, ese número se desplomó a 18,4 millones. A partir de 2021 hubo una recuperación parcial, pero nunca se volvió a los niveles previos: en 2022 se registraron 42,8 millones de boletos, en 2023 la cifra descendió a 41,2 millones y en 2024 cayó a 30,6 millones. En apenas un año, la merma fue del 25,8%.
El confinamiento aceleró un cambio de hábitos que ya parece irreversible. Miles de personas dejaron de esperar colectivos, desencantados por las tarifas, el mal servicio, las demoras eternas y la falta de cobertura en algunos barrios. Gran parte de esos viajes migró hacia los traslados en moto por aplicación, que ganaron terreno gracias a su rapidez, el servicio puerta a puerta y, en la mayoría de los casos, un precio más bajo que el del ómnibus.
El efecto colateral es evidente: colectivos semi vacíos, calles abarrotadas de motos y un tránsito cada vez más caótico. Uber Moto no es la causa, pero sí el síntoma más visible de una provincia donde resulta más confiable coordinar desde el celular un viaje con un chofer identificado -con nombre, foto y puntaje- que esperar un colectivo condenado, casi siempre, a la demora. Esa combinación de comodidad y eficacia convierte a la aplicación en una opción difícil de rechazar para miles de tucumanos que buscan moverse en una ciudad ya desbordada por el tráfico.
El propietario de una de las líneas que circula por la capital tucumana advierte que el sector atraviesa un desmoronamiento sin retorno. La comparación entre octubre de 2024 y junio de 2025 lo deja en evidencia: la venta de boletos a tarifa plena cayó de 175.190 a 102.588 pasajes, una reducción del 41,4% en apenas ocho meses. El dato resulta aún más alarmante porque se trata de boletos sin subsidios ni gratuidades, es decir, los que mejor reflejan la verdadera disposición de los usuarios a pagar por el servicio. La diferencia entre ambos períodos confirma que el sistema no solo pierde pasajeros en general, sino que retrocede con fuerza en el segmento más “genuino” de su recaudación. Y si se amplía la mirada hacia atrás, hasta 2014, la caída es todavía más brutal: entonces se vendían 540.000 pasajes con la misma cantidad de unidades en la calle.
Lo que exige Uber, lo que pasa en la calle
Los números exponen la gravedad del asunto y la tensión es tal que un nuevo paro en el servicio de colectivos parece inminente. Los empresarios advierten que, si el sistema de transporte público termina por desaparecer, no solo se profundizaría el caos de movilidad en la provincia, sino que también se derrumbaría la aparente accesibilidad de las aplicaciones. Una ciudad sin colectivos, sostienen, colapsaría bajo la lógica de la oferta y la demanda: los precios de los viajes en Uber, Didi o Cabify se dispararían de manera inevitable y dejarían de ser la alternativa económica que hoy seduce a tantos usuarios.
Para manejar en Uber Moto se exige ser mayor de 18 años, tener licencia vigente para motocicleta, no registrar antecedentes penales y presentar la documentación del rodado. La aplicación solicita además una foto de perfil y que el vehículo sea de modelo 1998 o posterior. También se requiere que cuente con seguro y, en caso de trasladar pasajeros, con un seguro de responsabilidad civil. Sin embargo, la obligatoriedad de llevar un casco adicional rara vez se cumple, y en las calles circulan unidades de baja cilindrada o con demasiados años de uso, lo que representa un riesgo extra.
Los propios conductores de este sistema reconocen que no todo es blanco o negro. Entre los aspectos positivos, destacan que en la actualidad son cerca de 5.000 motos las que trabajan con la aplicación, muchas adquiridas por personas que no encontraban otra salida laboral en un mercado cada vez más asfixiado. Esta herramienta, dicen, les permitió generar ingresos rápidos y convertirse en una alternativa frente a la falta de empleo. Pero también admiten los puntos débiles. Señalan que en la capital casi no hay controles visibles y que en Yerba Buena la situación es similar. Plantean que quieren una regulación, pero que sirva “a todos y no solo a la política”. Reconocen además que algunos colegas no cumplen con el servicio, abandonan pasajeros a mitad de camino o circulan sin la documentación en regla, lo que alimenta la persecución y la desconfianza social. Incluso mencionan episodios de robo en Uber Flash (una opción dentro de la app para trasladar paquetes o compras), que con apenas un puñado de infractores alcanza para ensuciar la imagen de un colectivo que, en su mayoría, solo busca trabajar.
La crisis del sistema formal empuja a la gente hacia la aplicación, y la expansión de la aplicación profundiza la crisis del sistema formal. Un círculo vicioso que se acelera sin que aparezcan políticas capaces de ordenar la hecatombe. Los usuarios, mientras tanto, solo buscan moverse de la manera más rápida y accesible posible.









