INACTIVIDAD. “El descanso se vive como pérdida de tiempo. Y, cuando te lo tomás, aparece la culpa”, dice una de las estudiantes consultadas para esta producción. / UNSPLASH
Estudiar una carrera universitaria puede ser un proyecto personal, un mandato familiar o una herramienta para el futuro. Lo que pocos dicen en voz alta es cuánto cuesta sostener emocionalmente este proyecto. La ansiedad, la autoexigencia, la falta de tiempo y la presión del contexto hacen que cada vez más jóvenes sientan que la vida académica los desgasta más de lo que los enriquece.
En los últimos años, la salud mental se volvió un tema recurrente en los pasillos universitarios, los grupos de WhatsApp y en las redes sociales. Los estudiantes hablan entre ellos de agotamiento, insomnio o frustración, pero pocas veces encuentran espacios institucionales para ser escuchados. Lo emocional impacta directamente en el rendimiento, y sin contención, el camino académico se vuelve cuesta arriba. Esta nota aborda el estrés de los estudiantes universitarios con psicólogas tucumanas; analiza los factores que provocan presión y presenta testimonios que reflejan lo que no siempre se dice en voz alta: que estudiar, muchas veces, resulta doloroso.
Presión sin freno y exigencias sin horario
“El descanso se vive como pérdida de tiempo. Y, cuando te lo tomás, aparece la culpa”, dice Florencia Sosa, estudiante de Psicología de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT). Florencia tiene 24 años; trabaja como niñera tres veces por semana y cursa materias de cuarto año. Aunque ama su carrera, reconoce que muchas veces pensó en dejarla. “Rindo mal y me siento inútil. Rindo bien y siento que tendría que estar más avanzada. Nunca alcanza”, explica.
La exigencia académica no es nueva, pero sí cambió el contexto a partir de redes sociales que imponen estándares de éxito; un mercado laboral cada vez más incierto, y una economía que obliga a elegir entre estudiar, trabajar o descansar. La vida universitaria dejó de ser una etapa de experimentación y hoy se vive como una carrera de obstáculos.
La psicóloga Daniela Roldán Romano señala que este desgaste emocional tiene múltiples causas. “Muchos estudiantes llegan a la universidad sin herramientas de organización, sin una vocación clara y sin contención emocional. Se enfrentan a un mundo nuevo con poca preparación interna y eso los desborda”, analiza.
A esto se suma una frase que se repite más de lo que parece: “me estoy atrasando”. Aunque el tiempo universitario debería ser flexible, el reloj social —ese que marca a qué edad “deberían” recibirse los alumnos— se vuelve una fuente constante de presión. Y esa presión, en muchos casos, bloquea más que motiva.
Lo que no se ve también pesa
La psicóloga Candela González Plaza aporta otro dato clave: “la universidad es un ambiente hostil. Cambian los ritmos, hay poca empatía, las exigencias aumentan y las reglas no siempre están claras. Para alguien que viene del secundario, el salto es enorme”. Según su experiencia clínica, los síntomas más frecuentes en estudiantes son insomnio, irritabilidad, llanto sin causa y dificultad para concentrarse.
Además, González Plaza señala que el estrés académico se manifiesta de manera distinta según la edad. “No es lo mismo un estudiante de 18 que sólo cursa, que uno de 30 con trabajo, familia e hijos. Cada realidad configura un tipo de desgaste distinto. Pero, en todos los casos, lo emocional repercute en el estudio”, apunta.
Matías Gómez tiene 29 años y estudia Arquitectura en la UNT. Su rutina empieza a las 7 de la mañana y termina a la medianoche. Trabaja en un estudio y cursa durante las tardes. “Llego muerto. No tengo tiempo para nada, ni siquiera para pensar. Y cuando rindo mal, siento que fracasé en todo”, dice. Como muchos, repite una palabra clave: culpa.
La presión no solo viene del exterior, sino también del propio deseo de “estar bien”; de rendir; de tener una vida “en orden”. Y, en tiempos de redes sociales, esa idea se multiplica.
Instagram y el síndrome del estudiante ideal
“Uno ve a otros recibiéndose, viajando, mostrando logros. Y vos estás en tu cuarto, sin ganas de estudiar. Te sentís para atrás. Aunque no quieras compararte, lo hacés”, cuenta Luciana Ríos, de 22 años, estudiante de un Fonoaudiología. Para ella, el peor momento es la época de parciales: deja de dormir, come mal y siente que no puede con todo.
Roldán Romano subraya que la cultura de la imagen —alimentada por TikTok, Instagram y otras redes— impacta fuerte en la salud mental de los jóvenes. “Hay una constante comparación con lo que muestran otros. Esa presión de tener la vida ‘resuelta’ o de estar siempre bien genera una autoexigencia desmedida”, refiere.
Los síntomas más visibles, como ansiedad o bloqueos, son apenas la punta del iceberg. Debajo hay emociones no nombradas: miedo, tristeza, agotamiento y frustración. Y, en muchos casos, nadie acompaña a transitarlas.
Dinero y realidad
El factor económico también es clave. Aunque las universidades públicas son gratuitas, estudiar cuesta. Fotocopias, transporte, comida y materiales constituyen gastos diarios que, muchas veces, obligan a trabajar para sostenerse. Y trabajar implica menos tiempo para estudiar o descansar.
“La mayoría de mis amigos labura. Y los que no, se sienten mal por no hacerlo. Es como si siempre tuvieras que estar haciendo algo más”, dice Florencia. Esa lógica de productividad constante, que se naturaliza desde temprano, empobrece la calidad de vida universitaria.
Las distancias también agotan. “Si vivís fuera de San Miguel de Tucumán, tenés que salir dos horas antes para llegar. Y volver tarde, de noche. Eso quema”, señala Matías, que reside en Tafí Viejo. A eso se suman los cortes de clases por paros o por falta de profesores, ausencias que generan más inestabilidad. “En la educación privada no pasa tanto, pero en la pública es moneda corriente”, apunta González Plaza.
¿Cómo se puede empezar a cambiar este escenario?
Pese al panorama complejo, hay caminos posibles. “No existen recetas únicas. Pero sí es clave encontrar espacios donde hablar de lo que pasa. La terapia puede ser una opción, pero también lo son los grupos entre pares, el deporte o incluso una charla sincera con amigos”, sostiene González Plaza. En su práctica trabaja con cada paciente a partir de las necesidades y posibilidades específicas. “Intentamos encontrar sus pilares con actividades que les permitan despejarse; reorganizar las exigencias internas y repensar los ideales. Muchas veces, lo que más duele es no permitirse parar”, expresa la psicóloga.
Roldán Romano también insiste en el rol que pueden tener las instituciones: “faltan espacios de escucha reales. Algunas facultades tienen gabinetes psicológicos, pero no alcanzan. Acompañar emocionalmente debería ser parte del proyecto educativo”.
Para los estudiantes, el desafío es no dejar que el cansancio apague el deseo. Nombrar el malestar, pedir ayuda, permitirse el descanso. Para las universidades y la sociedad, el desafío es entender que no hay aprendizaje sin bienestar.







