Cómo es vivir en un estado de bajón anímico y por qué genera alerta entre los psicólogos

Sin llegar a la depresión, muchos adolescentes y jóvenes conviven con una sensación de estancamiento emocional hasta naturalizarla.

ESTAR MAL. Muchas personas dejan de estar bien y no encuentran una explicación para el cambio. / DIEGO ARÁOZ ESTAR MAL. Muchas personas dejan de estar bien y no encuentran una explicación para el cambio. / DIEGO ARÁOZ

Hay días en los que levantarse de la cama se vuelve una odisea. No porque falte sueño o haya dolor físico, sino porque todo se siente demasiado pesado. En las redes, se dice que es “estar quemado” o “quedarse sin batería”, pero detrás de esas frases livianas se esconde algo más complejo: un fenómeno emocional que se vuelve cada vez más habitual entre jóvenes.

Lo que aparece como desánimo muchas veces no llega a ser una depresión clínica, pero tampoco es una simple racha de mal humor. Es un estado intermedio, nebuloso, silencioso y persistente. Un apagón emocional que empieza a colarse en la rutina, y que pone en pausa las ganas, los planes y hasta la identidad.

El bajón anímico permanente no es algo que suceda a personas que no saben qué hacer con sus vidas. Para esta nota se consultó a una chica que tiene 30 años; es abogada; vive en su propio departamento; trabaja en un estudio jurídico, está en pareja y comparte su casa con dos gatos. Esta persona, que brindó su testimonio de manera anónima, posee, en apariencia, todo lo que se supone que una joven profesional debería tener. Pero hay algo que no encaja. “Me siento vacía. Estoy en ese punto en el que ya tengo cierta estabilidad, un camino armado, pero me cuesta mucho encontrarle sentido a las cosas. Hay días que hago todo como un robot. Trabajo, cocino, salgo, pero no siento nada. Me pregunto si tengo que ser madre, si debería mudarme a otro país, si esto es todo. Me da miedo estar desperdiciando mi vida sin saberlo”, cuenta con una mezcla de cansancio e incredulidad.

Cuando nada alcanza para levantar el ánimo

No se trata sólo de tristeza ni de estrés. El desánimo tiene rasgos propios y afecta de manera particular a quienes están construyendo su futuro. Según explican desde el enfoque psicológico, se manifiesta como una pérdida progresiva de energía para enfrentar las actividades cotidianas. No siempre hay lágrimas ni crisis: a veces sólo se ve una desconexión sorda y persistente.

A diferencia de la angustia, que genera ansiedad y malestar físico, o de la depresión, que se diagnostica con síntomas clínicos definidos, el desánimo puede pasar desapercibido. Pero eso no lo vuelve menos relevante. De hecho, muchos jóvenes lo enfrentan sin siquiera saber cómo nombrarlo.

El fenómeno se vincula con lo que los psicólogos describen como “fatiga por sobreexigencia emocional”, un desgaste que ocurre cuando las demandas externas —estudio, trabajo, familia y redes sociales— superan la capacidad de respuesta emocional. En otras palabras, se pierde el equilibrio entre lo que el entorno espera y lo que uno puede dar.

“Desde chico siempre hice lo que tenía que hacer”, cuenta Máximo Quiroga, de 23 años, estudiante de Ingeniería en la Universidad Nacional de Tucumán. “Nunca me llevé materias, entrenaba en fútbol, salía con mis amigos, era escolta de la bandera, todo iba bien. Empecé la Facultad convencido, ya voy por el cuarto año. Pero, cuando cumplí 23, me agarró una especie de sacudida interna. Me pregunté si esto es lo que quiero, si estoy estudiando para mí o por inercia. Y, desde entonces, todo lo hago sin ganas. Sigo yendo a clases, pero con un nudo en el pecho. Me esfuerzo, pero no sé para qué. Me presiono para ser perfecto, para no decepcionar a nadie, pero ni siquiera sé qué quiero. Me da miedo equivocarme”, admite.

Cuando lo emocional pesa más que lo racional

Desde la neurobiología, el desánimo tiene correlatos claros. Según explica el Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco), hay tres grandes sistemas cerebrales involucrados: el sistema de la dopamina, que regula la motivación; el eje hipotálamo-hipófiso-adrenal, relacionado con el estrés crónico, y la red de modo por defecto, que incrementa los pensamientos negativos sobre uno mismo.

Este funcionamiento desregulado puede generar una sensación constante de inadecuación. Lo que antes entusiasmaba ahora genera rechazo o indiferencia. Lo que antes se toleraba ahora abruma. Y aunque el cuerpo está en marcha, la cabeza parece no querer seguir.

En la juventud, esto puede tener consecuencias múltiples: desde el abandono de proyectos académicos hasta crisis de identidad, aislamiento social o deterioro de la autoestima. La desconexión emocional sostenida no sólo afecta el presente, sino también la capacidad de proyectarse en el futuro.

Antonella Farías tiene 25 años, es del interior de Tucumán y vive en la capital gracias al apoyo de sus padres, que pueden alquilarle un departamento. Ya pasó por tres carreras: primero Inglés, luego Odontología y, por último, Derecho. Ahora estudia Comercialización en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, carrera con la que finalmente sintió algo parecido a la estabilidad. “No estoy mal, pero tampoco estoy bien. No lloro, no me encierro, pero siento que todo lo hago por obligación. No sé si elegí esta carrera por convicción o por cansancio. Veo a mis hermanos ya recibidos, con sus familias armadas, y me comparo. Mis papás me apoyan, pero yo misma no me entiendo. No me siento libre, ni contenta, ni triste. Me siento confundida y vacía. Como si todo fuera un trámite”, relata.

El contexto también pesa

Además del plano emocional, el contexto social y económico tiene un peso fundamental. En escenarios de incertidumbre, falta de oportunidades reales y presión por cumplir expectativas, la frustración se acumula. Sin tiempo para procesarla ni espacios de contención, se transforma en desánimo crónico.

EN AUTOMÁTICO. EN AUTOMÁTICO.

“Hay una sensación de deuda constante con uno mismo”, explican psicólogos clínicos. “Es como si siempre estuvieran quedando a deber algo: no están lo suficientemente motivados, no están lo suficientemente felices, no están haciendo lo suficiente. Y eso desgasta”.

Una clave para salir de ese círculo, dicen los especialistas, es dejar de pensar en soluciones mágicas. No alcanza con “ponerle onda”, hacer ejercicio o comer bien. Si bien esas acciones ayudan, el abordaje debe ser integral. Eso implica revisar los hábitos, redefinir prioridades y mejorar la calidad de los vínculos.

También es fundamental recuperar el tiempo de descanso emocional. No sólo dormir más, sino descansar de los juicios, de la autoexigencia y de la necesidad constante de estar rindiendo. Validar el cansancio es un primer paso.

Hablarlo, entenderlo y salir del piloto automático

En casos donde el desánimo persiste más de dos semanas, interfiere con el funcionamiento diario o genera sufrimiento, es recomendable buscar ayuda profesional. La psicoterapia puede ofrecer herramientas para entender el malestar y prevenir cuadros más graves, como la depresión.

Mientras tanto, construir redes afectivas reales, hablar sin miedo, preguntar y compartir lo que se siente sigue siendo el camino más efectivo para no dejar que el silencio y la confusión crezcan.

“No me da vergüenza decir que no sé qué quiero”, se sincera una de las jóvenes entrevistadas para esta producción. Y añade: “pero me gustaría dejar de vivir como si todo me diera lo mismo. Quiero volver a sentir cosas. Y si para eso tengo que parar, frenar, volver a empezar, entonces vale la pena. No quiero que se me pase la vida en automático”.

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