El mundo de los errantes
El mundo de los errantes
09 Julio 2024

Walter Gallardo

Periodista tucumano radicado en Madrid

En las maravillosas narraciones de Joseph Roth hay un tema recurrente, en gran medida autobiográfico: el ser humano que ha perdido su patria, o se la han robado, y camina sin pausa en dirección a ninguna parte, aun con la íntima certeza de que nunca llegará a ese lugar que busca, sólo y simplemente porque es improbable que exista. En “Fuga sin fin” cuenta el errático itinerario de Franz Tunda, un austríaco que ha extraviado su origen, o quizás a sí mismo en un momento que ya no recuerda, y vive de los milagros cotidianos, sin planes, sin dinero y, peor aún, sin destino. Escribe Roth: “Fue el 27 de agosto de 1926, a las cuatro de la tarde. (…) a esa hora vi a mi amigo Tunda, de treinta y dos años, un hombre joven y fuerte, sano y despierto, dotado de múltiples talentos. Estaba en la plaza frente a la Madeleine, en el centro de la capital del mundo (París), y no sabía qué hacer con su vida. No tenía profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanza, ni ambición, y ni siquiera egoísmo. En el mundo no había nadie tan superfluo como él”.

Del mismo modo que Tunda, millones de desheredados viven hoy en constante tránsito por el planeta a merced de la suerte y de la caridad de quienes se cruzan en su camino. Son los errantes, personas expulsadas de sus ciudades y países rumbo a lo desconocido; personas que se alejan de su tierra aferrándose a la ilusión de que cualquier lugar será mejor que su propio infierno. Si se usara un termómetro satelital para seguir sus movimientos, grandes corrientes rojas oscilarían en todas las direcciones como un mapa de ríos caóticos.

En Europa nunca han sido una rareza, sobre todo en las principales capitales, sino parte de la deshonra de un continente que presume de su estado de bienestar. En distintas olas, muchos llegaron de territorios lejanos y otros de la vecindad africana más próxima, huyendo del hambre, de las guerras, de las catástrofes naturales, de la persecución política o religiosa o tentados por el espejismo de un sueño legítimo; territorios a los que probablemente pocos volverán por razones casi idénticas y casi lógicas: porque después de tantos años en otras tierras la idea del regreso ha perdido sentido, porque ya no tienen adonde volver, o porque ya nadie los espera en ningún lugar. Pese a ello, hay quienes desde el sentimiento de orfandad de todo extranjero supieron integrarse al país de acogida y crearon una familia con arraigo y una identidad mixta. Sin embargo, muchos otros viven en la calle, indocumentados, bajo los puentes de algunas carreteras o en chozas en las afueras de las ciudades (la encantadora París o la eterna Roma pueden atestiguarlo); no hablan con fluidez el idioma local, y en sus miradas han desaparecido todo signo de orgullo, placidez o determinación para dar lugar al desamparo, a un justificado temor, a la desconfianza a la policía o incluso a cualquier transeúnte que les dirija una mirada hostil.

Aunque hayamos incorporado este fenómeno a nuestras rutinas, todo indica que nunca antes ha sido tan grave. En un informe reciente, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados calcula que alrededor de 120 millones de personas han sido forzadas a abandonar sus hogares. De esa cifra (dos veces y media la población de España), 43,3 millones son refugiados y cerca del 40% menores de 18 años. A ello hay que sumar a los que mueren en el intento de pisar el llamado “primer mundo”. En el caso de Europa, la travesía de los migrantes ha convertido los caminos desde Asia y África en uno de los reinos más lucrativos de los traficantes de seres humanos y el Mediterráneo en un cementerio de la vergüenza. Según información de la ONU, desde 2014 alrededor de 27.000 personas han muerto ahogadas en sus aguas, aunque otras organizaciones estiman que pueden ser muchas más. Sólo en lo que va de 2024, se calcula que al menos cinco al día encontraron su tumba en el mar.

¿Qué se está haciendo al respecto? Poco, y a veces lo contrario a lo que aconsejaría un mínimo de sentido humanitario. En el mundo político, resulta un tema incómodo, una brasa en la mano. La razón es simple: no genera votos y, más aún, en algunos países con grandes flujos de inmigrantes acaba ahuyentándolos. Como resultado, se decide poner parche sobre parche a la situación y dejarla pendiente para un futuro indeterminado, crear barreras probadamente inútiles o crueles y, desde hace algunos años, a tono con el momento de gobernantes grotescos e ideas estrambóticas que vivimos, inventar fórmulas marcianas, cuyos enunciados se parecen a descargas eléctricas sobre el cuerpo de cualquier individuo con un mínimo de compasión.

Así, cada año se repiten pomposamente las llamadas “cumbres” en las que, en vez de una solución, tras un discurso grandilocuente, los líderes de las naciones desarrolladas se reparten culpas y mezquinos cupos de admisión, mientras los inmigrantes esperan en grandes campos de refugiados superpoblados y en condiciones infrahumanas, distribuidos por Grecia, Italia y España. Paralelamente, se destinan partidas millonarias a países fronterizos de la Unión Europea, como Turquía o Marruecos, a cambio de que frenen a quienes se atreven a acercarse al espacio Schengen. Y así lo hacen: a palos y a balazos. Se los llama acuerdos de colaboración y con ellos se relajan las exigencias en materia de derechos humanos. En otras palabras, se mira hacia otra parte. Consecuencia: abundan las denuncias de abusos de todo tipo, devoluciones ilegales e incluso fusilamientos. Hace poco, se supo que las autoridades de Túnez decidieron trasladar contingentes de inmigrantes hasta el desierto para abandonarlos allí sin agua y sin comida. Mientras tanto, ese país recibe actualmente mil millones de euros para hacer de policía de Europa.

Idea extravagante

Y aunque ya no pertenece a la UE, Gran Bretaña es merecedora del premio a la idea más extravagante: pretende llevar a centros de detención en Ruanda, es decir, a más de 7.000 kilómetros de distancia de Londres, a todos los extranjeros indocumentados que hayan llegado a territorio británico después desde 1 de enero de 2022. Allí deberán iniciar los trámites de asilo. Ruanda, por su lado, recibirá una compensación de cientos de millones de libras por sus servicios. A la espera del largo viaje, los inmigrantes son alojados en un complejo de habitaciones construido con contenedores de mercancías y colocado sobre un barco anclado en Portland, una isla al suroeste de Inglaterra.

No parece sensato ni racional ni humanitario, pero está ocurriendo ante nuestros ojos. Lo vemos en los periódicos, en videos escalofriantes disponibles en Internet y en directo en las noticias de las 9, mientras cenamos (“Pensad que esto ha sucedido”, advertía Primo Levi al referirse al holocausto y quizás la frase nos sirve también para esta catástrofe) En tanto, en toda Europa una ola de ultraderecha se alimenta de esta desgracia, como algunos insectos de la sangre de otros seres vivos, y con ella gana espacio, elección tras elección, con un discurso xenófobo y racista, relacionando a la inmigración con delincuencia y con un supuesto reemplazo cultural. Se sustenta en el voto de ciudadanos cuya sensibilidad se ha ido amortiguando hasta el punto de sospechar de sus antiguas convicciones para luego ceder ante los fantasmas que agitan las ideas más radicales, como que corren peligro de ser invadidos, sus hijas de ser violadas, los propietarios de ser desalojados de sus casas y los trabajadores de ser expulsados de sus empleos por este ejército de hambrientos y desesperados. En principio, era una suerte de plegaria del odio que repetían los más extremistas, pero hoy, al comprobar que funciona electoralmente, también la derecha tradicional se ha sumado al coro de la infamia. Confirmó, como en una revelación, que los prejuicios suelen vencer a la verdad. O que felizmente para los filibusteros, la verdad se parece a una mala noticia y por eso hay que evitarla.

De modo que el panorama es desalentador y peligroso para quienes deambulan por el mundo. Pese a ello, como ocurrió con Franz Tunda, será difícil convencerlos de desandar el camino recorrido: la ilusión del trashumante se alimenta de lo aún no visto, es decir, del lugar todavía no encontrado y de la vida aún no vivida, la que habita en sus sueños.

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