Estúpidos
Estúpidos

Erróneamente solemos contrastar la sabiduría con la estupidez. Que el sabio es el que conoce las causas de las cosas, mientras que el estúpido las ignora. Este error bastante torpe proviene de confundir al instrumento con la persona que lo utiliza, sostiene el doctor Alexander Feldmann, uno de los más eminentes discípulos de Sigmund Freud.

Algunos profesionales de la salud mental, médicos y psicólogos, le atribuyen la estupidez a un defecto cerebral, como si cierto misterioso proceso físico coartara la sensatez del poseedor de ese cerebro, lo que le impide reconocer las causas, las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de los objetos, y las interrelaciones entre ellos.

Paul Tabori, autor de la magnífica obra “Historia de la estupidez humana” (Ediciones Dédalo, 1959) afirma que alcanza con un ligero examen para comprender que no es así: “No es la boca del hombre la que come; es el hombre que come con su boca. No camina la pierna; el hombre usa la pierna para moverse. El cerebro no piensa; se piensa con el cerebro”.

Tampoco debemos confundir sabiduría con conocimiento, dos cualidades que suelen mezclarse. Aunque pueden solaparse, no son necesariamente coexistentes.

Explica Tabori: “Hay hombres estúpidos que poseen amplios conocimientos; el que conoce las fechas de todas las batallas, o los datos estadísticos de las importaciones y de las exportaciones puede, a pesar de todo, ser un imbécil. Hay hombres discretos (Tabori llama discretos a los más sabios) cuyos conocimientos son muy limitados. En realidad, la extraordinaria abundancia de conocimientos a menudo disimula la estupidez, mientras que la sabiduría de un individuo puede ser evidente a pesar de su ignorancia, sobre todo si la posición que ocupa en la vida no nos permite exigirle conocimientos ni educación”.

Ocurre con personas que ostentan espacios de poder: políticos; directores ejecutivos de empresas (CEOs); líderes religiosos; presidentes de instituciones públicas o privadas; e incluso padres de familia.

Un dirigente puede ser una enciclopedia de datos y, sin embargo, fácticamente, un imbécil. Lo mismo que un chamán, que puede ser semianalfabeto y, a la vez, una fuente inagotable de sabiduría.

Es la estupidez, estúpido

“Una de las grandes creaciones de la naturaleza es haber distribuido la estupidez de manera equitativa por todas las clases sociales, razas y condiciones”, describe el economista italiano Carlo María Cipolla, en “Las leyes básicas de la estupidez humana”, escritas en 1976. Y entre esas reglas advertía: “Uno puede intentar ganarle la partida a un estúpido durante un tiempo, pero terminará siendo pulverizado por sus movimientos erráticos o impredecibles”.

Sobre esto último, un poco sabemos los argentinos, tanto discretos como imbéciles, que estamos siendo pulverizados por repetitivos e idénticos movimientos erráticos, desde hace décadas.

Insistía Feldmann que el sabio es el que conoce y entiende las causas de los acontecimientos, éxitos o fracasos, mientras que el estúpido las ignora.

La estupidez de los argentinos está más extendida y encarnizada de lo que la mayoría supone y, por ello, se incurre reiteradamente en ese “error bastante torpe”, según Feldmann, que proviene de confundir al instrumento con la persona que lo manipula.

No es la política la que fracasa estúpidamente, son los políticos. No es la economía la que explota, son los estúpidos que la implementan.

Contaba el escritor y político Arturo Jauretche, un radical devenido peronista, autor del clásico “Manual de zonceras argentinas”, que un amigo suyo percibió una llamativa contradicción argentina entre la viveza criolla y sus zonceras recurrentes. “El argentino es vivo de ojo y zonzo de temperamento”, decía su amigo.

Con este ejemplo, Jauretche quería significar que paralelamente somos inteligentes para las cosas de corto alcance, pequeñas, individuales, y no cuando se trata de las cosas de todos, las comunes, las que hacen a la colectividad y de las cuales, en definitiva, esa “viveza de ojo” puede ser útil o también inútil.

Somos pícaros en el cortoplacismo, en la gambeta, en el chiste rápido o la broma ocurrente, en la ventajita, en el chiquitaje, pero somos bastante zonzos para proyectar a largo plazo, para comprender las superestructuras, que los beneficios colectivos se cosechan a futuro, con esfuerzo compartido, entre todos y con todos.

A eso se debe que los argentinos, probadamente inteligentes, triunfan individualmente, se salvan solos, cuando no se autoexilian y ganan batallas y premios, en colectivos extranjeros que funcionan como verdaderos equipos.

Enteros y mitades

La estupidez siempre se presenta en dosis abundantes y a veces mortales. No se puede ser ligeramente estúpido ni ligeramente inteligente. Del mismo modo, ejemplifica Tabori, que una mujer no puede estar ligeramente embarazada. Lo está o no lo está. Todo o nada.

Sucede que la taxonomía de las personas no se circunscribe sólo a esta bipolaridad y esto genera cierta confusión.

Existen otras categorías, que pueden o no coexistir entre sí, según las pérdidas o beneficios que producen sus actos a la sociedad.

El economista Cipolla las divide en cuatro: el indefenso, que sale perdiendo mientras los otros ganan; el inteligente, que sale ganando al mismo tiempo que los demás también lo hacen; el bandido, que se beneficia en la medida en que los demás resultan perjudicados; y el estúpido, que es el que hace que todos, incluido él mismo, pierdan.

Si todos los argentinos fuéramos inteligentes se alcanzaría un equilibrio porque todos saldríamos ganando, lo que a las claras no ocurre desde hace demasiado tiempo. Ergo, no somos todos los argentinos inteligentes.

Lo mismo que si todos los argentinos fuéramos bandidos, también se produciría una homeostasis social, ya que todos ganaríamos, según la taxonomía que elaboró Cipolla. Aparente igualdad de condiciones, pero el que llega último pierde...

Peores que los bandidos son los estúpidos, sobre todo cuando ocupan espacios de poder y desempeñan roles importantes, porque no permiten ese equilibrio en la sociedad y simplemente la hacen peor.

El bandido perjudica a unos cuantos; el estúpido, a todos.

Cambia, pero no cambia

Durante el encuentro del Consejo de las Américas (Council of the Américas), que se llevó a cabo el jueves en Buenos Aires, Miguel Galuccio, fundador y CEO de la empresa energética Vista -y presidente de YPF desde su renacionalización en 2012 hasta 2016- recordó un viejo chiste que circula entre los argentinos. Y que sea viejo es coherente con la teoría del eterno retorno de la estupidez argentina que planteamos, sobre la hipótesis de "La Gaya Ciencia", abordada por Friedrich Nietzsche en 1882.

La humorada que citó Galuccio dice que si uno se va diez días de Argentina, cuando regresa todo ha cambiado. Sin embargo, si uno se va diez años del país, cuando vuelve nada ha cambiado.

Más que un chiste es el origen de la tragedia -siguiendo en línea con Nietzsche-, porque tras la risa surge la reflexión. Argentina es un país tan estúpidamente “errático e impredecible” que es imposible saber cuál será la realidad mañana, la semana que viene, en diez días. A su vez, esta espiral descendente que gira en modo random, aleatorio, sin certeza alguna, de forma tan repetitiva que parece infinita, en ese eterno retorno que definía el filósofo alemán, genera una única garantía: que si viajamos en el tiempo y volvemos en diez, 20 o 50 años, nada habrá cambiado.

Bajo la enseñanza de la famosa frase del filósofo español Jorge Ruiz de Santayana, “quien olvida su historia está condenado a repetirla”, que hoy les da la bienvenida a los visitantes del campo de concentración Auschwitz, esta semana se viralizó una tapa del diario Clarín del 3 de junio de 1989.

Esa portada de hace 34 años contenía cinco títulos: “Interrogan a los detenidos por saqueos”; “Procuran acordar una canasta familiar a precios accesibles”; “Debate por la indexación de los alquileres”; “Comedores en las escuelas para todos los niños”; y “El juez no autorizó el aborto de la joven violada”.

Cinco temas que podrían encabezar la tapa de hoy de cualquier diario argentino.

En LA GACETA

Entonces buceamos por algunas tapas de LA GACETA de ese mismo año.

1 de junio: “Saqueos centrados en el Gran Buenos Aires”; “Medidas para mitigar la crisis social”; “Atacan negocios de comestibles”; “Tasas: estallido”.

2 de junio: “Se levantarán las restricciones en los bancos”; “En Tucumán llaman a la serenidad”; “Murió una joven durante un saqueo”; “El índice de precios al consumidor creció el 78,6% el mes pasado”.

3 de junio: “Rosario con pocos víveres”; “Seguirán las limitaciones en las operaciones bancarias”; “Precio del azúcar sin definir”; “Preocupación por las alzas en los precios”.

8 de junio: “Los combustibles aumentaron un 27%”; “Los alquileres en crisis”.

9 de agosto: “Comenzó el debate de la ley de emergencia”; “Pesada deuda carga la Municipalidad”; “Cortes de energía eléctrica”.

10 de agosto: “Un fósforo vale como un austral”.

15 de agosto: “Hay 67.064 empleados públicos en Tucumán”.

29 de agosto: “Los docentes no tienen aumento”; “Los choferes no cortarán boletos”; “No hay pedido para vetar la ley electoral”.

31 de agosto: “Con paros no crece el país, dijo Menem”; “Impacto por la merma de ingresos”; “Pararon los docentes”; “Diputados aprobó la emergencia económica”.

Son sólo algunas portadas de junio y agosto del 89, para no abrumar al lector, pero títulos similares, políticos y económicos, se repitieron durante todo ese año. También en el 88, 87, 86, o más cerca, en el 90, 91, 92…
Lo mismo en la segunda mitad de los 90, en los 2000, en la década inflacionaria del 2010, y ahora, bendita década del 20...

En muchos de los titulares actuales, políticos y económicos, bastantes similares, hay una frase que se repite a diario en los comentarios de los foristas digitales: “Nos toman por estúpidos”.

Según el tratado de Tabori, es más estúpido el victimario que la víctima de la estupidez, aunque ambos terminan ahorcados por la misma tragedia.

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