El Congreso de 1816: entre deliberaciones y empréstitos

El Congreso de 1816: entre deliberaciones y empréstitos

Preparativos, desafíos y debates para alcanzar la declaración de la Independencia.

UN IMPULSOR INCANSABLE. La decisión de Bernabé Aráoz fue crucial. UN IMPULSOR INCANSABLE. La decisión de Bernabé Aráoz fue crucial.
09 Julio 2023

Por José María Posse

Abogado, escritor, historiador del Instituto Belgraniano

Desde el mes de marzo de 1816, cuando comenzaron las sesiones del Congreso, la ciudad aldea tucumana de entonces cambió su fisonomía. Caballeros bien vestidos que iban y venían en discusiones con eventuales contertulios; sacerdotes que se apuraban entre las oraciones matinales, las misas y los encendidos debates en casa de los Bazán. Se sumaba a ello la actividad incesante de los vecinos curiosos, ávidos por obtener las últimas noticias, con las cuales engrosar la comidilla diaria. Por su parte, el gobernador Bernabé Aráoz se dio tiempo para organizar personalmente todo lo relativo a la instalación del Congreso de 1816, hasta en sus detalles mínimos, lo que era reconocido en todas las antiguas provincias del Virreynato.

Eficaz organizador

No en vano, el propio general José de San Martín, en carta de enero de 1816 desde Mendoza al diputado Tomás Godoy Cruz le escribía: “Cuánto celebro que no haya sido exagerado el cuadro que le hice sobre el amable y virtuoso intendente de esa provincia (Aráoz); hay pocos americanos comparables con él” (Mitre Bartolomé, Historia de San Martín, Tomo I).

El gobernador Aráoz comenzó inmediatamente a tomar las medidas necesarias para recibir y ser anfitriones de la Magna Institución Fundacional. Según nos lo narra Julio P. Ávila en su trabajo “Ciudad Arribeña”, toda la población se puso de inmediato a trabajar para ser la sede y posteriormente Cuna de la Independencia (Ávila Julio P. “La Ciudad Arribeña”, Talleres Gráficos de LA GACETA, 1920).

Las cosas no fueron fáciles para aquél puñado de tucumanos. El Ejército del Norte, al volver derrotado del Alto Perú, en Sipe-Sipe, quedó acantonado indefinidamente en Tucumán, a cargo del gobernador de la Provincia. De inmediato, Aráoz para enfrentar la situación precaria y costear de cualquier manera el Congreso, se vio obligado a exigir las odiadas “contribuciones voluntarias”. Nadie podía negarse a aportar su cuota, pues el gobernador dispuso el recojo de las cantidades, sin réplica ni súplica, agregando que, el que se resistiere será penado con el duplo de la cantidad que le tocase en la regulación y lo demás que se reserva este gobierno. Como explica el historiador Carlos Páez de la Torre, a los gastos que demandaba la revolución al tesoro de Tucumán, se agregaba también la lucha contra el indio que en Santiago del Estero adquirió caracteres de una verdadera guerra. Para combatir estas dificultades se utilizaron los fondos locales y se cavó una zanja para impedir el avance de los malones (Ramón Leoni Pinto, “Tucumán y el Congreso”, en LA GACETA, Tucumán 9/07/1978).

Elección dificultosa

La elección de los diputados tucumanos al Congreso tuvo varios contratiempos. Fueron designados el presbítero José Ignacio Thames por renuncia del doctor José Agustín Molina, junto con los doctores Pedro Miguel Aráoz y Juan Bautista Paz. Las protestas contra la elección suscitaron la renuncia de estos últimos, pero Thames decidió incorporarse al Congreso. Tras nuevos comicios, Aráoz y José Serapión de Arteaga resultaron electos. Se presentaron al Congreso, y Thames pronunció un elocuente discurso a favor de la admisión de ambos. Pero cuando los llamaron a que juraran y se incorporasen, Arteaga renunció desde la barra y sólo se incorporó Aráoz (Páez de la Torre, 1944, “Historia Ilustrada de Tucumán”; Libreros, Editores Asociados... p.144).

Preliminares

Como gobernador, Bernabé Aráoz fue un puntal en las magnas jornadas de éste Congreso. Como síndico del Convento de San Francisco, dispuso del mobiliario existente para las deliberaciones, los que aún se conservan en la Iglesia franciscana. En su casa de la actual calle Congreso 36, ya demolida, se llevaron a cabo las reuniones preliminares. Llegó incluso a prestar parte del mobiliario de su vivienda para las reuniones del Congreso. Es sabido que la mesa, sobre la cual se juró la independencia, le pertenecía El 9 de julio de 1914, en LA GACETA, el doctor Luis F. Aráoz (1844-1925) narró recuerdos propios y familiares sobre el mobiliario de la Casa Histórica. Respecto de la mesa del Salón de la Jura, confirmaba que sobre ella se suscribió el acta de la Independencia. No sólo lo decía la unánime tradición, sino que se lo contaron los dueños de la mesa, don Domingo Aráoz y su esposa, Francisca Aráoz, nieta ella de Bernabé Aráoz, gobernador de Tucumán en 1816.

En 1895, recordaba, vinieron alumnos del Colegio de Concepción del Uruguay y fotografiaron la mesa, “que es de guayacán”, y “recibieron explicaciones del mismo Domingo Aráoz”. Ese año, el matrimonio consultó al entrevistado sobre el proyecto que tenían de donar la mesa al Gobierno de la Provincia. El doctor Aráoz no estuvo de acuerdo, sobre todo por el antecedente de que, en la revolución de 1893, las fuerzas nacionales devastaron el archivo de los Tribunales de Tucumán, “quemando los expedientes y algunos muebles para calentar agua: temíamos igual suerte para esa reliquia”, dijo al periodista. Agregaba que, según se lo refirió don Nabor Córdoba, ante esa mesa se anudó, en 1812, el compromiso de don Bernabé Aráoz y el cura Pedro Miguel Aráoz con el general Manuel Belgrano, de reforzar el Ejército del Norte para enfrentar a los realistas en la batalla de Tucumán. Lo mismo había oído, dijo, a viejos vecinos de nuestra ciudad, como Bernardino Cainzo, Fortunato Baudrix, Marcelino de la Rosa y, en Buenos Aires, al doctor Dalmacio Vélez Sarsfield, “además de que ello es de la tradición en las gentes de Tucumán”.

Tomó al mismo tiempo otras numerosas medidas, en un arco que iba desde el alojamiento de los diputados hasta el funcionamiento del Correo, y desde el sueldo del portero del Congreso hasta el papel que usarían los diputados. Don Bernabé dispuso que las sesiones se realizaran en la casa de los Laguna, que el Gobierno tenía parcialmente alquilada para el funcionamiento de la Caja Provincial y Aduana. Hizo practicar en ella los trabajos indispensables, como la demolición de una pared para dar tamaño adecuado a la sala de deliberaciones. Todo esto fue realizado, recalco, en medio de las graves circunstancias económicas que aquejaban a Tucumán (Paul Groussac, El congreso de Tucumán, en “El viaje intelectual. Impresiones de naturaleza y arte -segunda parte-, Bs As.1920, p. 297).

Las deliberaciones

Las batallas de Tucumán y Salta salvaron la revolución, pero dejaron al desnudo que para los intereses del puerto, las provincias interiores eran sacrificables. Pronto parecían haber olvidado la invalorable ayuda de los norteños durante las invasiones Inglesas a su territorio. Sin embargo, fue la designación de un porteño, Juan Martín de Pueyrredón, por parte del Congreso, lo que salvaría de alguna manera la unidad nacional y el orden interno. Fue éste quién animó la declaración de la independencia y apoyó el plan sanmartiniano para dar el golpe de gracia al bastión realista en Lima. Y fue otro porteño, el general Manuel Belgrano, quién en aquella reunión secreta del 6 de julio, dio el empuje final de las deliberaciones, culminando en el documento independentista.

El 24 de marzo de 1816, 21 cañonazos saludaron la reunión constitutiva del Congreso. Entre mayo y junio se discutió y aprobó el plan de trabajo que puede sintetizarse en cuatro puntos principales: nombramiento del Director Supremo, declaración de la independencia, elección del sistema de gobierno y redacción de una Constitución.

Los congresales comenzaron a llegar en los últimos días de diciembre de 1815, extenuados por los endemoniados caminos, apenas huellas polvorientas que se adivinaban entre la espesura de los montes y lo interminable de la llanura. Abotagados por el efecto de ese sol inmisericorde. La gran mayoría nunca antes había estado en Tucumán (Páez de la Torre Carlos, Historia Ilustrada… cit. ps. 146/148).

La ciudad tenía sólo el nombre de tal: el centro de todo era la plaza, nombre pomposo para un espacio abierto donde pastaban los animales. Al frente se alzaba el Cabildo, de dos plantas y ocho arcos sin torre. Las iglesias eran insignificantes, salvo San Francisco, erigida por los jesuitas. La chata edificación aparecía más o menos compacta en las pocas cuadras inmediatas a la plaza. Después se hacía salteada, para prácticamente desaparecer a las dos cuadras.

Caballos y humildes carruajes, las calles de tierra. Eran pocas las veredas de ladrillos ceñidos por tirantes de quebracho. Las diversiones públicas eran escasas. Además de las fiestas religiosas, que terminaban con bailes y juegos, sólo un par de mesas de billar y otras tantas canchas de bochas. La vida de la ciudad duraba lo que la luz del sol. Después, se trancaban las puertas y la familia comía a la luz de velas. Sólo algunos rapases se atrevían a caminar durante la noche. La iglesia tenía poderosa e inexcusable intervención en prácticamente todas las instancias de la vida del vecindario, fueran alegrías o tristezas. Las convocatorias al templo determinaban el cierre de todas las tiendas y pulperías, hasta que el sonido de las campanas autorizara el regreso a la vida normal. La indiferencia, y que decir la actitud irreverente hacia estas normas, era rigurosamente sancionada por los alcaldes (José Ignacio Aráoz. “Lo que era la ciudad de Tucumán ochenta años atrás” referencias de don Florencio Sal. “Publicaciones del Gobierno de Tucumán con motivo del Centenario de 1916). Al no haber posadas, los diputados se alojaron en casas de familia o en los conventos, y pasaron varios días a la espera del número necesario de congresales para sesionar (Ibidem).

Más dificultades

El gobernador se las veía negras para poder gobernar una provincia, que por entonces tenía, como ya vimos, bajo su dependencia a Catamarca y a Santiago del Estero. Asimismo debía atender las necesidades del ejército del Norte, que se cubrían gracias a empréstitos arrancados al comercio, muchas veces por la fuerza.

Un ejemplo reflejado “El Redactor”, informa que el 4 de mayo de 1816, en sesión del Congreso de las Provincias Unidas el flamante Director Supremo, coronel mayor Juan Martín de Pueyrredón, había expuesto detalladamente al Congreso “las urgencias del Ejército y la necesidad de proveerlo con auxilios”. Igualmente había subrayado la necesidad de “proporcionarle medios para la pronta marcha del batallón número 10”.

A ese efecto, había conversado con el gobernador de Tucumán, quien le aseguraba, informó, que “podía tomar un empréstito de los 15.000 pesos sobre los españoles europeos, si el Soberano Congreso lo autorizase”. Los diputados discutieron el asunto, teniendo en vista el contenido de los oficios del general José Rondeau; del gobernador de Salta, Martín Güemes; de Bernabé Aráoz, y del comandante del batallón 10.

Finalmente, los congresales acordaron imponer el empréstito forzoso. En cuanto a su monto, “a pluralidad de sufragios se resolvió que se exigiese de los españoles europeos la cantidad de 25.000 pesos en esta ciudad” y su jurisdicción. Acordaron confiar “a la prudencia y arbitrio del Director Supremo, reglar los medios de su exacción”. Con esa finalidad, dice “El Redactor”, le giraron los referidos oficios, así como “los demás pendientes que correspondan al despacho del Poder Ejecutivo” (Ramón Leoni Pinto, “Tucumán y el Congreso” en LA GACETA, Tucumán, 9/VII/1978). El comercio tucumano seguía siendo espoleado en sostenimiento de las urgencias de la Nación. Don Manuel Posse, uno de los más perjudicados, eligió marcharse a Córdoba a efectos de salvar en algo su patrimonio. El jesuita Diego León de Villafañe lo recomendó al gobernador Ambrosio Funes, hermano del Deán de ese apellido: “...Es un vecino de nuestra ciudad, de buena conducta y que ha acostumbrado antes de estas revoluciones favorecer a mucho de nuestros troperos del giro de carretas con oportunos empréstitos en dinero. El es gallego, y por solo ser europeo y haber acaudalado con su industria ha sido perseguido y vejado...” (Carlos Páez de la Torre, 1987, “Historia de Tucumán”, Bs As, pág 337).

Belgrano estadista

El 6 de julio tiene lugar una reunión a puertas cerradas. Belgrano, recientemente llegado de Europa expone que las noticias no son buenas: la derrota de Napoleón Bonaparte ha regresado el poder a las monarquías del Viejo Mundo. Por ello y ante el estupor generalizado, expresa su opinión favorable a la instalación de una “monarquía atemperada con la dinastía de los Incas”. Hoy se sabe que la intención del creador de la bandera respondía a una estrategia tendiente, por un lado, a lograr la adhesión de la inmensa masa de indígenas que habitaban en el Alto Perú. Por el otro, entendía que los reyes europeos sólo aceptarían tratar con pares del otro lado del océano, pues no reconocían otra forma de gobierno. Ello era vital para ser considerados como una nueva nación soberana. Recordemos que la única república por entonces era la norteamericana.

Algunos historiadores pretendieron mancillar la memoria de Belgrano, tratando la propuesta como una ingenuidad política, lo que queda absolutamente desvirtuado en la correspondencia previa y posterior de éste al tratar esta cuestión. Lo cierto es que fue a sus instancias que se preparó el manifiesto que debía tratarse pocos días después, inspirado claro está en el acta de los Estados Unidos de Norteamérica. La fruta estaba madura ya para declarar la independencia, no había más tiempo que perder si se quería dar la jugada final contra la corona española. Sobre el particular, la doctora Cristina Minutolo de Orsi, ha publicado recientemente un libro que trata en detalle este trascendental asunto (Cristina Minutolo de Orsi, Manuel Belgrano 1816 Unidad e Independencia Americana. Instituto Nacional Belgraniano, 2016).

POCO MÁS QUE UNA ALDEA. El Cabildo, en la mirada de Dante Rizoli. POCO MÁS QUE UNA ALDEA. El Cabildo, en la mirada de Dante Rizoli.

La independencia

Con acierto escribía San Martín a Godoy Cruz: “¿no le parece a ud. una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quién en el día se cree, dependemos? ¿Qué falta para decidirnos?” (Obras Completas de Bartolomé Mitre, cit., tomo V, p. 261 en Comisión Nacional del Centenario: Documentos del Archivo de San Martín, T. V, p. 542).

El 8 de julio un sordo rumor comenzó a serpentear por las polvorientas calles de aquel pueblo habitado por unas pocas almas, que conformaban San Miguel de Tucumán. Para el 9 se preparaba una declaración fantástica: se romperían por derecho, los vínculos que de hecho se habían cortado con España. Nacería una Nación en medio de la turbulencia de la lucha de facciones, pero sustentada por un pueblo patriota, que no ahorraría esfuerzos ni cejaría en el afán de convertirse en una república soberana. Aquel 9 de Julio fue el comienzo de una lucha que aún hoy continúa.

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