¿A quién le importa lo que pasa en Santa Ana?

¿A quién le importa lo que pasa en Santa Ana?

 la gaceta / foto de diego araoz (archivo)  la gaceta / foto de diego araoz (archivo)

La genuina preocupación por recuperar el parque de Santa Ana dista de ser una causa provincial. La abrumadora mayoría de los tucumanos no lo conoce, como tampoco conoce los pueblos azucareros -o lo que queda de ellos- y, para ser francos, poco y nada sabe sobre lo que sucede más allá de los centros urbanos. Son causas que rankean bien abajo en la tabla de preocupaciones diarias, por más que se trate de una cuestión tan central como la identidad. Después, más allá de la indiferencia colectiva, se articulan las responsabilidades propias. Será porque, con alguna que otra excepción histórica, en Santa Ana se viene haciendo todo mal, y no sólo en materia de patrimonio. Hay quienes lo atribuyen a cierta maldición lanzada entre gallos, medianoches y perros familiares. Como si Santa Ana fuese una de esas ciudades bíblicas condenadas al fuego y al azufre. A veces el realismo mágico sirve para barrer bajo la alfombra del tiempo esa colección de errores, torpezas y delitos que explican sin apelar ni a fábulas ni a metáforas el por qué de la decadencia. No hubo brujas ni hechiceros en Santa Ana; pero sí una mala praxis política, empresaria y económica que mató aquella ilusión del Centenario: hacer del pueblo la locomotora productiva del NOA. Hoy ni siquiera está alcanzando para recuperar un parque.

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Antes de la pandemia, el Ministerio de Educación había impulsado la idea de enseñar historia de Tucumán en las escuelas. Salvo por la iniciativa de algún docente entusiasta, el capítulo siempre quedó invisibilizado en las currículas. Lo propio sucede con distintas ramas del pensamiento, de las ciencias y del arte; lo relacionado con la tucumanidad corre por cuenta de la buena voluntad del profesorado de turno o de proyectos especiales que germinan en cada institución. Mientras, si la transmisión de ese legado no se articula, irremediablemente, va perdiéndose. Nuestra historia, nuestra geografía, nuestros saberes ancestrales, forman un todo con la producción de nuestros filósofos, científicos y artistas. Ese gigantesco corpus cultural, piedra angular de la identidad tucumana, convive con una sociedad tecnológica, integrada y diversa. Lo excepcional es que no se trata de mundos excluyentes; más bien son modelos capaces de retroalimentarse. Pero, ¿cómo conseguir que el gen de la multiculturalidad no devore todo a su paso? Porque también cabe aquí una pregunta; ¿tradición es una mala palabra? Este desafío hace rato dejó de ser nuevo, pero hasta aquí no se avanzó de casillero. Si carecemos de herramientas para resguardar y viralizar -ya que estamos con los “furores” del lenguaje- lo que fuimos y lo que somos como sociedad, es inútil seguir insistiendo con esto de la identidad y del patrimonio. El parque de Santa Ana es, apenas, una piecita de un rompecabezas multifragmentado.

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Y el realismo mágico tampoco ayuda. Quienes llegan a Santa Ana creen ver en la vieja casa del administrador del ingenio a la antigua mansión de Clodomiro Hileret. Aquella construcción, de la que sólo quedan unas pocas fotos, pereció en un incendio en 1916. Así son las cosas cuando se habla de Hileret y de su familia; más como pasajeros de un cuento de Julio Cortázar que en su carácter de seres de carne y hueso. En Santa Ana el mito le ganó el partido a la historia y mucho de esa ensoñación parece instalada en el corazón del pueblo. Así como en San Pablo la visión de las chimeneas del ingenio aviva en los nostálgicos la idea de que algún día la fábrica volverá a moler -por más que bajo esa cáscara funcione hoy una universidad-, en Santa Ana pareciera persistir la idea de un irremediable destino de grandeza. Como si esta fuera una época detenida, una transición que culminará cuando retornen los buenos viejos tiempos. La prosperidad volverá porque así debe ser; un día terminará la maldición y algún Clodomiro reencarnado sacará al pueblo de su sopor. Afortunadamente, hay gente despierta y dispuesta a obrar. Tratan de producir un efecto contagio, dentro y fuera de Santa Ana.

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El Ente Cultural manifestó en más de una oportunidad la intención de colaborar para que el chalet del administrador, ubicado en una estratégica esquina de Santa Ana, sea puesto en valor. No es una inversión barata, el edificio está muy deteriorado. A lo largo de los años, una vez cerrado el ingenio, le dieron los más diversos e insólitos destinos. Hasta fue sede de los bomberos. La casa conserva retazos de algún esplendor lejano, no muchos. Casi todo fue robado o destruido. También se nota el parchado de cemento que documenta algunas reformas. Hay mucho para explorar y para recuperar ahí, un mar de oportunidades con forma de museo, centro cultural y centro cívico. Puede ser las tres cosas a la vez, ¿por qué no? Y también atractivos para los visitantes, como el acceso al túnel que cruza la avenida en dirección al parque, ese que el realismo mágico atribuye a la guarida del Familiar, cuando lo que está demostrando es cómo estaba pensado el sistema de comunicación entre las jerarquías del pueblo azucarero.

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Y hablando de mitos hay uno que no falla: el del sueño de la hija quinceañera de Clodomiro Hileret y la construcción del parque, como regalo de cumpleaños, encargado al paisajista francés Carlos Thays. Una y otra vez, en toda clase de sitios y portales, internet lo reitera y lo agiganta. Así son los mitos. Está claro: a los pocos minutos de búsqueda salta a la vista que se trata del mismo relato, copiado y pegado ad infinitum, y sin fuentes que lo avalen. Rita Valenzuela escribió sobre la historia de Santa Ana (el libro se llama “Alquimistas de la vida”) y dio su punto de vista sobre esto en LA GACETA:

- “Se cuenta que María Luisa había tenido el sueño de que jugaba en un hermoso parque, entonces Hileret la manda a París junto con su mamá -Ángela Cayetana Dode- y a la vuelta la recibe con el parque terminado. Ahora bien, estamos hablando de que el parque se inaugura en septiembre de 1901 y en ese momento María Luisa no tenía 15 años sino ocho, porque había nacido en octubre de 1892. Además, Ángela Dode murió en 1900, así que no pudo haber acompañado a su hija en ese viaje. ¿En qué se fundamenta todo esto? En que las cosas se repiten y no se las investiga. Y no es ninguna proeza: se trata de ir a la genealogía y comparar fechas”.

- “Me dirigí a la Gerencia Operativa del Patrimonio de Buenos Aires porque ahí están los archivos de Carlos Thays. Y no existe el parque de Santa Ana como obra de Carlos Thays. También me comuniqué con el bisnieto de Thays. Él buscó en los archivos personales y no hay nada: ni fotos, ni bosquejos de diseños, ni registros. No existe nada que diga que Tahys diseñó el parque. También hablé con Sonia Berjman, que es una estudiosa de la obra de Thays. Ella tampoco tiene al parque de Santa Ana entre los trabajos de Thays. O sea, son muchas cosas que decimos porque las escuchamos. Yo fui a las fuentes y me encontré con esto. En cuanto a las fechas, me atrevería a decir que es inventada”.

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Todo esto hace a nuestra identidad, a la manera en que nos pensamos y nos reconocemos cada vez que revisamos esa operación cultural tan fascinante -y tan descuidada- llamada tucumanidad.

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