El periodista en su laberinto

El periodista en su laberinto

Falleció Rubén Rodó. Anécdotas de una persona que transpiraba periodismo. Sus "tres" oficinas.

AJEDREZ EN LA REDACCIÓN. Rodó, en una partida con Juan Quintero; Federico van Mameren espera su turno. AJEDREZ EN LA REDACCIÓN. Rodó, en una partida con Juan Quintero; Federico van Mameren espera su turno. FOTO ARCHIVO LA GACETA

Cuenta la leyenda que un día llegó Rubén a la Redacción vestido con la camiseta de Boca y desde entonces nunca más se fue. Hasta hoy, justo un Día del Periodista. Nos reíamos de aquella anécdota que nunca nadie chequeó ni confirmó. Era simplemente el justificativo para distendernos y hablar de otra cosa en la jornada de trabajo. Él se divertía con la anécdota; no la desmentía, tampoco la alimentaba.

Rubén transpiraba periodismo. Le divertía la política y con ella hacía malabares en su máquina de escribir. La miraba desde su escritorio y se reía diciendo las cosas que salían y decía, primero su Olivetti y después su PC. Apenas terminaba de escribir su nota levantaba los dos pies sobre el escritorio y repasaba con una vieja bic cada una de las palabras. Después, te la prestaba para que le dieras una segunda leída.

Rubén se levantaba temprano y empezaba a llamar por teléfono. Sacaba los números de una libretita chica que quedaba holgada en el bolsillo de su saco. El orgullo y la fortaleza física hacía que pudiera mirar los números que después sus dedos repetirían sobre el disco del teléfono. Después vendría el celular. La tecnología no le espantaba, al contrario, sabía que era una herramienta indispensable para que su pasión no quedara fuera de tiempo. Rubén se levantaba temprano y se acostaba tarde. No podía soportar que te llamara y vos no le atendieras el teléfono: “Federico, la revolución te va a encontrar dormido”. Pocas horas antes y con la madrugada encima había discutido con algún político o con algún periodista las vicisitudes del país.

Rubén era de esos periodistas que se dividía en tres oficinas. La de la mañana eran los bares de la ciudad que podían ofrecer un buen café, un buen té y si tenía algunas medialunas ricas, mejor. Era divertido ver cómo los políticos hacían cola en las mesas de alrededor para cuando les tocaba el turno de hablar con él. Por la tarde, la oficina era la redacción. Cuando llegaba temprano se paraba en su despacho y te llamaba con desesperación. La caminata desde el escritorio propio hasta el de él te hacía repasar todos los prolegómenos políticos de la jornada. Como cuando ibas a rendir examen tratabas de revisar todos los temas con tal de responder la pregunta que iba a lanzar Rodó: “Federico, poné las fichas, hagamos un ajedrez”. Partidas difíciles y largas demoraban nuestro comienzo de tarea.

Cuando llegaba la noche, tenía una puntualidad casi inglesa para apagar la luz y decir adiós. “Rubén, faltan algunas páginas”, era la advertencia. “Federico, el diario se corrige al día siguiente”. La premura no era vagancia, lo estaban esperando en su tercera oficina: el restaurante, donde algún político ya empezaba a impacientarse por la demora del periodista. Rubén mezclaba su pasión por la prensa con su pasión política. A veces se le mezclaban y las confundía. “Federico, sentate, escribamos unos chismes del andarivel político que van a divertir”  y nos poníamos a contar hechos cortos y anecdóticos a cuatro manos.

Su obsesión fue defender la democracia desde su máquina a la que definía como una arma poderosa. Sus “balas” estaban siempre listas para disparar contra la dictadura militar. “Federico, mañana viene (Antonio Domingo) Bussi al debate de LA GACETA, ¿cómo lo vamos a saludar?”. Fue el dilema de aquella mañana. Finalmente, decidimos que era con los honores que le había dado la democracia y que por entonces el pueblo lo había hecho diputado nacional. Tiempos después Bussi volvió a ser derrotado y de su máquina salía una flamígera columna. Su peronismo se dejaba ver en la nota. “Federico, ¿Qué título le ponemos?”. Ponele: “Rodó Bussi” o si querés ser más amable titulalo: “Bussi rodó”. Se rió pero eligió la prudencia del periodismo.

Rubén se acostaba tarde y se levantaba temprano. Anoche, no era ni temprano para empezar la jornada ni tarde, para finalizarla. Era simplemente, la hora de decir adiós para siempre, en el Día del Periodista.

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