La menemización del kirchnerismo

La menemización del kirchnerismo

El intento “K” por desbaratar la Corte Suprema de Justicia de la Nación, descomponiéndola en un esquema de salas por regiones geográficas y triplicando el número de jueces supremos, confirma la vocación cristinista: el establecimiento de un régimen de trabucadores.

De uso infrecuente, el verbo “trabucar” es en sí mismo una etología del kirchnerismo. “Trastornar, descomponer el buen orden o colocación que tiene algo, volviendo lo de arriba abajo o lo de un lado a otro”, define el Diccionario de la Real Academia Española. De esa sustancia está hecha toda la política judicial que impulsa la presidenta del Senado. Ella misma viene abocada a trabucar los poderes políticos: es una Vicepresidenta que, por carta nomás, ya cambió dos veces el Gabinete de la Casa Rosada.

Una de las más consistentes ejemplificaciones de lo que representa una trabucación se encuentra en 1984, la cada vez más vigente novela distópica de George Orwell.

“El Ministerio de la Verdad -que en neolengua se le llamaba el Miniver- era diferente, hasta un extremo asombroso (…). Desde donde Winston se hallaba podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:

La guerra es la paz

La libertad es la esclavitud

La ignorancia es la fuerza”.

Es mío o es malo

El kirchnerismo, ahora, aquí, trabuca el “federalismo”. Son los inventores del Impuesto al Cheque, del que la Casa Rosada retiene el 80% de la recaudación. Son los perpetradores de la retención indebida de la Coparticipación Federal de Impuestos a las provincias: el Superior Tribunal sentenció en 2015 que la Nación debe devolver la quita del 15% practicada a cada distrito desde 2006, porque no estaba vigente ningún “Pacto Fiscal” que autorizase la amputación. Son los ejecutores de la hipertrofia de los subsidios públicos gracias a la cual en el Área Metropolitana de Buenos Aires se pagan los servicios públicos más baratos del país (desde la luz hasta el gas, pasando por el transporte público). Y ahora son los creadores de “hay que reformar la Corte Suprema para que se torne más federal”.

La propuesta oficialista consiste en elevar el número de miembros hasta llegar a 16 vocales y establecer un sistema de “salas regionales”. Para ello, se proponen las siguientes jurisdicciones: CABA, provincia de Buenos Aires, Norte (Jujuy, Salta, Tucumán, Chaco, Formosa, Corrientes, Misiones y Santiago del Estero), Centro (La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Juan, San Luis, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos) y Sur (Neuquén, La Pampa, Rio Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego). Cada sala regional debe tener, al menos, tres magistrados supremos.

El objetivo, claramente, es otro: copar el alto tribunal. Porque el apotegma cristinista consiste en que “o el Poder Judicial es mío, o de lo contrario es malo”.

Mayoría (e impunidad) automática

Con ello, la Vicepresidenta y sus huestes perpetran la primera trabucada: están trastrocando la propia historia del kirchnerismo, que surge en las elecciones de 2003, con Néstor Kirchner como el candidato presidencial en oposición a Carlos Menem, que buscaba un tercer mandato tras el fracaso de la Alianza. Resulta, sin embargo, que no hay nada más menemista que intentar apropiarse de la Corte Suprema.

El riojano elevó de cinco a nueve el número de miembros del estrado mayor de la Justicia argentina por dos motivos centrales. El primero, e inmediato, era concretar la reforma del Estado mediante la privatización de empresas públicas y una flexibilización laboral. El segundo, largamente confirmado después, fue garantizar la impunidad de la corrupción del los 90.

Manosear la Corte fue tan brutal que el mismísimo bloque oficialista de la Cámara Baja no aguantó y se quebró: surgió entonces “El grupo de los 8”, una escisión justicialista que formó su propia bancada, embrionaria del Frepaso, que también rechazaba el indulto a los jerarcas.

Con ese cambio, Menem se garantizó la oprobiosa “mayoría automática” que, en el caso “Peralta”, trabucó la división de poderes. Todavía no se había reformado la Constitución Nacional ni se habían inventado los decretos de necesidad y urgencia, pero la Corte menemista entendió que si el Congreso, estando en sesiones, no rechazaba un decreto, entonces lo estaba convalidando. Así prosperó la decisión de la Casa Rosada de convertir compulsivamente los depósitos en plazo fijo en bonos de la deuda pública, pagaderos a 10 años. El plan “Bónex”.

Destruyendo el legado de Néstor

Desquiciar la Corte Suprema de Justicia es, a la vez, trabucar uno de los mayores legados de la única presidencia de Néstor Kircher: él fue quien redujo el número de miembros de la Corte menemista. En su olímpica impunidad, Menem había designado en la Corte nada menos que a su socio en el estudio jurídico de La Rioja: Julio Nazareno. Néstor terminó con eso. Sometió a juicio político y destituyó a los jueces supremos del menemato. Luego, y aunque la ley lo autorizaba a tener nueve vocales, decidió que la Corte fuera “naturalmente” reduciendo su número, mediante la jubilación de los vocales, hasta volver a quedar en cinco miembros. Cuando ello ocurrió, se dictó una ley fijando otra vez en esa cantidad la cifra de vocales. Y fue durante su gestión cuando el alto tribunal volvió a poblarse de juristas. Algunos no estuvieron exentos de polémicas, pero eran aquilatados profesionales del derecho: Carmen Argibay, Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco y Eugenio Zaffaroni.

Cristina, en 2015 (su último año como Presidenta), propuso como vocal de la Corte a Roberto Carlés, un joven abogado de 33 años cuya postulación fue impugnada por el Colegio Público de Abogados de Buenos Aires dado que él candidato había mentido en su currículum: había consignado que en 2004 (cuando tenía 22 años) fue asesor jurídico de esa institución.

La estafa institucional

Lo que estaba intentando la entonces jefa de Estado era preparar el camino para no tener que rendir cuentas de sus dos presidencias consecutivas luego de que entregara el poder. No lo logró y por ello no parece una casualidad la obsesión con la Justicia demostrada por la titular del Senado. Primero fue el manoseo del Consejo de la Magistratura, órgano que selecciona a los candidatos a jueces, pero que también sanciona y destituye a los magistrados en funciones.

Ese instituto constitucional nació equilibrado y con 20 miembros, pero ella lo reformó siendo senadora, en 2006, bajando el número a 13. Después, ya como Presidenta, intentó llevarlo a 19, pero estableciendo que los jueces que quisieran ser consejeros debían presentarse como candidatos de los partidos políticos en comicios nacionales. En todos los casos, la Corte Suprema estaba excluida de ese consejo, que tiene a su cargo la administración del Poder Judicial. Los tribunales fulminaron una tras otra esas reformas. El pasado Viernes Santo cayó la última conformación y el kirchnerismo, vastamente derrotado en las urnas el año pasado, no tuvo los números en el Congreso para imponer un tercer embrollo: 17 miembros y con el alto tribunal afuera.

Ahora que la Corte está otra vez sentada en la presidencia del Consejo de la Magistratura, el cristinismo embiste contra la mismísima Corte. Y ha dejado pruebas de que no hesitará en trabucar todo el sistema de relaciones y contrapesos con el cual el sistema constitucional argentino garantiza que, en democracia, nadie tiene la suma del poder en este país.

Por caso, la nocturna decisión de dividir el bloque oficialista del Senado para sentar en el restaurado Consejo de la Magistratura un kirchnerista en representación del oficialismo y otro kirchnerista en representación de la oposición es un hecho tan vergonzoso como desvergonzado. Pero esa condición doblemente escandalosa ha maquillado su atroz gravedad: se ha perpetrado una estafa institucional. La Ley 24.397, aprobada por el Congreso que Cristina conformaba en 1997, respeta los principios del artículo 114 de la Constitución a partir de la reforma de 1994 (Cristina fue convencional) y establece el equilibrio entre los que gobiernan y los que controlan a los que gobiernan. El carácter de oposición no lo da la titular del Senado ni la división de los bloques, sino que lo otorga el pueblo en las urnas. El voto popular consagra a quienes serán oficialismo y a quienes los contrapesarán. No respetar esta pauta básica es trabucar la mismísima democracia.

De tres en tres

El escenario exhibe que el cristinismo está dispuesto a poner de cabeza todo el sistema de gobierno por tres razones específicas. Primero, “La ruta del dinero K”, una causa por lavado de activos en la que la titular del Senado está procesada y en la que ya fue condenado Lázaro Báez a 12 años de prisión. Segundo, “Los cuadernos de la Corrupción”, causa en la cual la ex presidenta está acusada del presunto cobro de sobornos y de ser la supuesta líder de una asociación lícita que cartelizó la obra pública. Tercero, “Corrupción en la Obra Pública”, expediente que investiga la aparente conformación de una “asociación criminal” para “la sustracción de fondos públicos a través de la asignación discrecional de prácticamente el 80% de las obras viales a favor de Lázaro Báez”. En concreto, 51 de las 88 obras realizadas en Santa Cruz entre 2004 y 2015 se hicieron con compañías de Báez por un monto de $ 46.000 millones.

El kirchnerismo no trepidará en descomponer el orden institucional, ni en volver de arriba abajo los poderes del Estado, ni en volcar de un lado a otro los controles constitucionales para no tener que rendir cuenta sobre estos supuestos delitos. Hasta ahora, la trabucación le viene funcionando. En dos años, ya derribó tres (un número que se repite obsesivamente en la cabalística “K”) causas en su contra: “Memorando secreto con Irán”; “Los Sauces – Hotesur” y “Dólar futuro”.

Con semejante éxito, los Ministerios de la Verdad del oficialismo tienen sobradas razones para pregonar las tres consignas de la “revolución” que proclaman:

La impunidad es justicia.

El atropello es respeto.

La Vicepresidenta es Presidenta.

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