La Ferrari de los narcos corre carreras con el Fiat 600 del Estado

La Ferrari de los narcos corre carreras con el Fiat 600 del Estado

La Ferrari de los narcos corre carreras con el Fiat 600 del Estado ARCHIVO

La guerra contra el narcotráfico está perdida. No se trata de una sentencia pesimista ni que nos obligue a bajar los brazos, pero no hay país en el mundo que hoy pueda jactarse de haber vencido a los traficantes. Ni las superpotencias, ni mucho menos los países pobres. Entonces, las palabras altisonantes que se escuchan a diario cuando se plantea una batalla a todas luces desigual no son más que eso. Palabras. Y sabemos que a las palabras se las lleva el viento.

Tucumán, como el resto de las provincias, tiene un gravísimo problema con el narcotráfico. Tal vez sea la madre de todos los males. La droga está implícita en más del 90% de los delitos que se cometen en la provincia. Erradicarla sería la solución para vivir en una sociedad más segura. Pero, ya se dijo, eso es imposible.

A la droga, y a quienes la venden, hay dos maneras de combatirlos. La primera es punitivamente. Es decir utilizar el aparato represivo resguardado por la Constitución y que la Justicia y la Policía saquen de circulación tanto a los transas como la mercadería que comercian. Hasta aquí eso no dio resultado alguno. Estos delincuentes siempre están varios pasos adelante. Hay un crecimiento exponencial que siempre dejan en claro los investigadores. Por cada vendedor que se detiene, otros dos lo reemplazan. Y así sucesivamente. Además son verdaderas PyMEs familiares. Todos los miembros del clan “trabajan” de lo mismo. Los narcotraficantes están organizados. Tienen una estructura. Desde que se levantan y hasta que se acuestan saben qué hacer. Y cuando están durmiendo, otros están haciendo su trabajo. Las células en las que se mueven están aceitadas. Son años de planificación y ya actúan por inercia. Y no hablamos sólo de los grandes señores de la droga. En cada barrio, en cada quiosco que la vende, hay una trabajo hormiga de planificación y ejecución. Saben cómo y cuándo les va a llegar la droga, si tienen que cortarla más, qué precio tiene, a cuánto deben venderla y cuánto deben pagarles a los que se las suministran. Saben cuánto van a vender por día, qué pasará los fines de semana y qué tipos de clientes irán a buscarlos. Tienen un ejército de abogados a su disposición, la facilidad de saber cómo blanquearán las ganancias y la seguridad de que, si alguno de ellos cae, conocer quién o quiénes lo reemplazarán. Su ingeniería es alemana. ¿Qué pasa del otro lado? Tucumán tiene tres juzgados federales, que son hoy los encargados de investigar los delitos que incumben al Código Penal de la Nación. Pero hay un solo juez federal, ya que los otros no tienen designado titular. Y hay sólo dos fiscales federales con competencia para investigar. Desde el vamos la oposición de fuerzas es despareja. Uno de los últimos operativos que hizo la Policía de Tucumán para desbaratar un quiosco de venta y detener a dos personas necesitó ocho meses de investigación. Sí, leyó bien. Ocho meses. Se sabe que si no hay suficientes pruebas, la Justicia no otorga ni órdenes de allanamiento ni de detención. ¿Cuánta droga se vendió hasta que ese único quiosco fue desarticulado? Es la carrera del Fiat 600 contra una Ferrari.

Cuando se habla de la ya remanida ley de Narcomenudeo, impulsada por José Alperovich en 2014, se habla justamente de tener una estructura que permita equiparar fuerzas. Se trata, al fin y al cabo, de mejorar prestaciones y adecuar recursos para ponerle al Fiat 600 un motor más potente para ver si, al menos, la Ferrari no le saca 10 vueltas. El problema, y es por lo que hoy la ley está judicializada y por eso no puede entrar en vigencia, es que esa estructura que se pretende es cara. Muy cara. El ministro fiscal Edmundo Jiménez, quien se opone a que esa ley se ponga en marcha tal y como está, no quiere cargar con el peso de tener que ejecutar una norma para la cual no tiene material humano suficiente y capacitado y tecnología acorde con el desafío. Un laboratorio de análisis imprescindible para llevar a cabo las investigaciones cuesta millones de pesos. Se necesitan al menos 10 fiscales en toda la provincia (al juzgado federal ingresan cientos de causas semanales por venta de drogas) y personal sumamente capacitado, no sólo judicial, sino también en el ámbito policial. Por eso Jiménez hoy, y se remarca lo de hoy, le dice no a la ley y la Corte por el momento lo avala. Pero sabemos que hablamos de política. Para el vicegobernador a cargo del Ejecutivo, Osvaldo Jaldo, se trata de un caballito de batalla. Quiere que se lo recuerde como el hombre que enfrentó a los narcos con una nueva norma. Y poder mostrar esa plataforma a la hora de seducir a los tucumanos para ser el próximo gobernador, ya elegido en las urnas y no por haber reemplazado a Juan Manzur. Así, más temprano que tarde, la ley será promulgada luego de diversos llamados telefónicos. El problema reside en cómo se implementará, teniendo en cuenta su costo. ¿Moverá fichas Manzur desde Buenos Aires para conseguir el abultado presupuesto? Hoy pareciera haber otras prioridades.

La segunda forma de enfrentar a los traficantes es dejarlos sin clientes. La droga, como cualquier mercancía, se maneja por oferta y demanda. Y hoy los principales consumidores son niños y adolescentes carenciados. Son los que roban para comprar. Y los que matan para quedarse con lo del otro. Hay, a no dudarlo, un universo de personas con poder adquisitivo que también son clientes, que se nutren de cocaína y de drogas de diseño, pero que tienen el dinero para hacerlo. Hoy, con más de la mitad del país sumido en la pobreza, el caldo de cultivo del cual abrevan los transas es cada vez mayor. La desigualdad social que se vive en el país es tierra fértil para los que hacen de la muerte sus negocios. Entonces, podemos discutir durante meses si nos hacen falta más fiscales, más policías, armas, tubos de ensayo o perros adiestrados, pero el fondo del negocio del dealer está en el que menos tiene. Y la única forma de revertir eso es con mayor inclusión. Hace unos días, la ministra de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Soledad Acuña, afirmó que hay chicos que por la pandemia dejaron de estudiar. “Esos alumnos que no fueron acogidos por los establecimientos educativos seguramente ya están perdidos en el pasillo de una villa, cayeron en actividades de narcotráfico o tuvieron que ponerse a trabajar”, aseguró la funcionaria, encendiendo una polémica que hoy sigue en pie. Pero en Tucumán, ya en 2004, el fallecido juez de Menores Raúl Ruiz en 2004 hablaba de “una generación de chicos sobre la que hay que trabajar muy fuerte, ya que está casi perdida. Hoy por hoy, debemos poner especial atención en los menores de entre 10 y 12 años, ya que por ellos podemos hacer mucho”. Hoy esos chicos a los que Ruiz hacía referencia tienen más de 30 años. ¿Dónde están?

¿Qué futuro pueden tener los chicos cuyos padres no tienen un trabajo y muchos, muchísimos de ellos terminan siendo “soldados” de los traficantes? Más allá del camino que deben desandar jueces, fiscales y policías, hay una situación social que dista de ser atendida como corresponde. Chicos que literalmente viven en la calle, que no tienen agua potable, que sufren el frío y que con suerte hacen una comida al día. Y en esa tarea, obviamente, el rol del Estado es fundamental. No es posible erradicar la droga si los barrios carenciados son cada vez más y la infraestructura que los contiene es cada vez peor. Y no se trata de más planes sociales. A esta altura ese es más un problema que una solución. Si no se genera trabajo genuino las posibilidades de reconstruir el tejido social son mínimas. Instituciones como la escuela, los clubes de barrio, las bibliotecas son fundamentales en esa labor. Mientras se discute si ley de Narcomenudeo sí o no, revertir la situación social redundaría sin dudas en la guerra contra el narcotráfico. ¿Será posible? Si al principio de este artículo decíamos que la guerra contra las drogas estaba perdida, no podemos ser tan ingenuos de asegurar que los problemas sociales del país se resolverán en poco tiempo. Así, los traficantes seguirán conduciendo autos veloces. Y aunque en algunos aspectos vivimos en una fábula, difícil que en esta la tortuga le gane a la liebre.

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