Jaime Dávalos: “el silencio es el creador de la música”

Jaime Dávalos: “el silencio es el creador de la música”

El notable poeta salteño, uno de los renovadores del cancionero folclórico, nació hace un siglo. Memorable dúo autoral con Eduardo Falú. Alfarero y titiritero. La copla y el vino.

Ronca. Pausada. Profunda. La voz descuelga por la chiva sílabas de luz. El vino mece metáforas en el vaso en ristre. Las cámaras de Sábados Circulares desnudan pausadamente ese rostro aindiado, ajado de ausencias, que estremece el aire con sus versos: “toda su sangre le dará al olvido que se come los ojos en el llanto, y por bagualas libre ya en el canto, arderá su color amanecido…” La emoción despierta con ese decir tranquilo. “¡Cómo me gustaría poder decir así ese puñado de palabras bellas cuando sea grande!”, piensa un changuito televidente, conmovido por ese sentimiento de poeta, en los ‘60.

1921, enero 29. Ese sábado, entre los árboles de San Lorenzo, la alegría brinca en el corazón de Juan Carlos y Celecia Elena. El tercero de los siete hermanos está desatando su primera rebeldía. En la calle 20 de Febrero, de la capital salteña, vive una casa, donde don Juan Carlos les abre las ventanas del universo de la literatura al “Barba” Manuel Castilla, José Ríos, a Miguel Ángel Pérez... El arte no tarda en treparse al alma de sus retoños María Eugenia canta; Arturo escribe y compone; Baica dibuja; Ramiro pinta; Martín inventa zambas… solo Hernán salta el cerco: es carpintero.

Un hambre de tierra y silencio merodea tempranamente sus deseos. “De chico solamente quise ser chango, nada más, y leñador cuando fuese grande. Cuando le dije a mi padre que deseaba dejar los estudios para ser hachero, se opuso un poco, pero hombre comprensivo como era, accedió. Hasta me recomendó a un amigo que tenía un obraje. Allí fui peoncito de un tal Quiñones, santiagueño, que me tomó afecto porque un día, mientras estaba acostado, lo salvé de un venenoso alacrán que le subía por la espalda. Por el ejemplo de Quiñones, que amaba la soledad del monte, aprendí a querer la belleza agresiva de nuestro suelo y después el paisaje hermoso de las montañas, y el misterio que parece flotar en las llanuras. Sin darme cuenta, comencé a cantarle a esos aspectos de nuestra patria y ya no pude detenerme. Seguí como impulsado por algo irresistible, el amor a lo nuestro que inspira poesía”, dice.

Versos sedientos

Bajo el ropaje de alfarero y de titiritero, huella los caminos con sus versos sedientos de abrazos y de ese vino, que desvela el canto fraterno de la madrugada. “Un día le puse unos versos a una zamba y ella me trajo hasta aquí para dar testimonio del gran silencio sonoro de mi terruño, del paisaje y el hombre de la tierra adentro...”, comenta. Una guitarra le hace una zancadilla a sus honduras. Las melodías sueñan en los dedos de Eduardo Falú y arropan sus versos en canciones. Zamba de la Candelaria, La nostalgiosa, la Sanlorenceña, Tonada de un viejo amor, Canción del jangadero, Resolana, Vidala del nombrador, Las golondrinas, Rosa de los vientos… riegan el garguero del pueblo. “Quiero desangrarme ofreciendo toda la generosidad sonora de mi sangre hasta fundirme con mi pueblo, hasta que de mí solo queden en el viento las palabras que le puse a la canción y mi nombre se diluya en el anonimato”, explica.

El siete se repite una vez más en su vida, en los hijos que alumbran su vida, germinados en dos flores que lo han cautivado: “quisiera volverte a ver, sonreír frente a la espuma: tu pelo suelto en el viento, como un torrente de trigo y luz. Yo sé que no vuelve más el verano en que me amabas; que es ancho y negro el olvido y entra el otoño en mi corazón...”

Diálogo con la sombra

1947. “Rastro seco”, su primer poemario asoma la nariz; le seguirán en “El nombrador” (1957), “Toro viene el río” (1959); “Coplas y canciones” (1959); “Solalto” (1960)… Dos fieles amantes acechan sus insomnios: “la guitarra baja al pueblo y con ella entran en las fecundas bodegas del folclore la poesía culta en las décimas del estilo, el triste o la vidalita y los bailables ritmos que junto con la sangre de los soldados de la conquista van mestizándose y dando origen al moreno hijo de la tierra, al criollo… caja y guitarra son instrumentos fundidos al destino del criollo. India la caja y española, la guitarra, ambas le ponen compañía al canto… la copla parece ser a veces solo un intento de diálogo con esa sombra del hombre de cuya vida mágica se alimenta el cuerpo que no es más que una forma aparente del ser: tengo, como el guayacán, en el tronco un socavón; solo me queda la sombra donde estaba el corazón”, comenta.

Mucho más que un letrista, su metáfora viste el cancionero con las alas de la belleza. Su gran amor lo cautiva y lo libera: “es cópula de poesía y música. La copla pide canto. Está hecha a medida de la boca y es flor de la sangre… siempre exige canto, es así como vive en la boca del pueblo que es quien la trae rodado desde las canteras de la raza hasta nuestro oído… Mi padre está en mi boca cuando digo su copla y está mi abuelo en ella besándome por dentro, y todo lo que fui me asiste de decir estas palabras, ajustadas a un ritmo que es presencia sonora de aquella vieja sangre que no ha muerto nunca, y que me usa la boca para decir y nombrar y ser nombrado, y crear nombrando el mundo”.

“¡Este alcahuete!”

Las madrugadas de confitería La Europea lo tienen de alma mater bajo el cielo de Cosquín. Una noche festivalera, su verbo se adueña del escenario y se resiste a soltarlo. El presentador le bisbisea que debe concluir para dar paso otros artistas. “¡Este alcahuete me viene a interrumpir para que me vaya y ahora no me voy nada!”, se enoja. A fines de los ‘60, incursiona con su “Patio” en Canal 7. Es columnista en la revista Folklore. Ven la luz “La estrella”; “Cantos rodados”; “Cancionero” y “Coplas al vino”. “Estábamos acostumbrados a las letritas pintorescas del folklore, que no dicen nada. Él empezó a decir otras cosas y a usar figuras muy nuevas, que impactaron en la gente, y me impactaron a mí”, cuenta Eduardo Falú.

Mineros. Hacheros. Zafreros. La injusticia. Una Sudamérica insurrecta. Pero también el amor, la ausencia, el desamor, el sirviñaco, son enredadera en sus versos. “Ponerle palabras al silencio es mi vocación y la ha sido siempre. Trato de devolver en mi canto las palabras que están en mí, cargadas de la vida que he vivido, dóciles de tanto canjear corazón con mis amigos, con mi dulce y sufrido pueblo de Salta, o pulidas a fuerza de monologar soledades por esas desolaciones del país en donde anduve trotando canto con mi guitarra a la sombra”, dice.

1981. Buenos Aires. La enfermedad acobarda su salud, pero no la creatividad de este proselitista sanlorenceño de Baco. Diciembre 3. Un quejido de sombras murmura quizás en el horizonte. “El silencio es el creador de la música. Los pueblos que han perdido el silencio han perdido también el oído para la música. No pueden distinguir el sol ni el fa de la claridad del mediodía o el atardecer. Ni en la luz lo que hay de música. Ni lo que hay de potencial música en la apertura de una boca que ya va a cantar y que no canta nunca. O que ha terminado de cantar una baguala y se ha quedado dormido, de noche, echado como un ciego”, piensa. Es un jueves dudoso, ganado por la incertidumbre. “Yo soy quien pinta las uvas y las vuelvo a despintar, al palo verde lo seco y al seco lo hago brotar.…” El duende del vino está silbando una vidala en el corazón de Jaime Dávalos, mientras las viñas han comenzado a quedarse viudas.

Resolana
(zamba canción)


Perdón... te digo adiós.  
Si perdonas podrás olvidar.  
No quiero que el amor  
sea trigo sembrado en el mar.  
Sólo quiero que seas feliz,  
que te libres de mí  
y recobres la fe.  
Que te quede de mí la ternura  
como resolana debajo la piel.  

Se ha roto entre los dos  
la alegría del sueño de amar.  
Nos queda la ilusión  
y es posible volver a empezar.  
Nadie puede inventar el amor,
no me guardes rencor,  
despedirse es tan cruel.  
Que te quede de mí la ternura  
como resolana debajo la piel.

Estribillo:  
Y cuando el amor renace  
vuelve a cantar la vida,  
vuelve la fe perdida,  
todo tiene sentido otra vez.  
Que te quede de mí la ternura  
como resolana debajo la piel.

Letra: Jaime Dávalos  
Música: Eduardo Falú

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