Pareceres: la paradoja institucional

Pareceres: la paradoja institucional

Por Roberto Toledo - Abogado.

Donald Trump, ex presidente de Estados Unidos. Donald Trump, ex presidente de Estados Unidos. REUTERS
24 Enero 2021

Mientras el progreso material crece en forma casi exponencial y tanto la ciencia como la tecnología han logrado en los últimos cien años progresos nunca imaginados, puede verse, de manera contraste, una suerte de debacle institucional y un avance de populismos personalistas que están destruyendo los valores, las premisas y los conceptos fundamentales que de modo prevalente sostienen la civilización occidental.

Hay dos libros de imprescindible lectura para corroborarlo. Uno es el de Steve Pinker, “En busca de la ilustración”. “Si creías que el mundo estaba llegando a su fin, esto te interesa: vivimos más años y la salud nos acompaña, somos más libres y, en definitiva, más felices y aunque los problemas a los que nos enfrentamos son extraordinarios, las soluciones residen en el ideal de la ilustración: el uso de la razón y de la ciencia”, postula en el inicio mismo.

El autor repasa con apoyo estadístico los logros, avances e índices relativos a las esperanza de vida, la mortalidad infantil, mortalidad materna, calorías, desnutrición, producto bruto mundial, pobreza extrema, cuidado del medio ambiente, guerra y paz, tasa de muertes violentas, derechos humanos, defensa de las minorías, alfabetización, educación básica y bienestar mundial. Y responsabiliza de tan fenomenales avances a la Ilustración. Recuerda que en 1784, en el ensayo “¿Qué es la ilustración?”, Immanuel Kant responde: “es la salida de la humanidad de su autoculpable inmadurez, su perezosa y cobarde sumisión a los dogmas y fórmulas de las autoridades religiosas o políticas”. El lema de la ilustración es “atrévete a saber” y su demanda fundamental “es la libertad de pensamiento y de expresión”.

Los padres fundadores de EEUU (George Washington, James Madison y Alexander Hamilton) diseñaron las instituciones para alimentar un ideal básico: el punto de partida no consiste en cómo se distribuye la riqueza, sino en la cuestión previa de cómo llega a existir la riqueza (Adam Smith). Entendieron, y plasmaron en la Constitución, que era imprescindible asegurar la libertad y evitar el desborde de los poderes del Estado, equilibrándolos entre sí. Sentaron, entonces, que la premisa fundacional es que el progreso depende del vigor institucional.

El otro gran libro de obligatoria lectura es el del historiador económico Johan Norberg: “Grandes avances de la humanidad”. El título es cabalmente ilustrativo del contenido.

Si bien ambos volúmenes fueron escritos con anterioridad a la pandemia, esta en nada afecta las conclusiones de los autores. Lo cierto es que se puede observar un paradójico proceso inverso: a mayor progreso, menor institucionalidad.

El daño de Donald Trump a la mayor democracia de occidente es tremendo. Por un lado, sirvió para que los líderes populistas se solazaran con el dislate institucional norteamericano y predijesen el fin de su liderazgo de las democracias participativas. Por otro, se teme que, como efecto dominó, los autócratas acometan contra las debilitadas instituciones de sus países.

En algún momento, las redes sociales y los avances tecnológicos, a la par que empoderaron a la sociedad, la fragmentaron. Y en ese individualismo creciente se produjo una fenomenal pérdida de los valores y objetivos comunes y el sentido de la responsabilidad social.

A medida que los avances científicos crecían, casi imperceptiblemente se producía una masiva claudicación de la calidad institucional. La tecnología ponía en cada smartphone la posibilidad de contener el conocimiento del mundo. La política depositaba cada vez en menos manos los destinos históricos de los pueblos: el poder económico y político se concentró en cuasi líderes narcisistas y ególatras.

El interrogante reside en contestar el porqué de tan extraña paradoja: mientras el progreso avanza, los lazos comunitarios se desintegran y con ello, posibilitan el peligroso afianzamiento de líderes carismáticos que están pulverizando las instituciones fundamentales de la república.

El único lugar donde parece no regir la ley paradojal enunciada es en nuestro país: aquí no hay progreso, pero sí hay devastación institucional. Mucho más grave es la situación en las provincias con regímenes cuasi feudales, en donde la tecnología no ha logrado vencer al sometimiento cultural y a las prácticas clientelares que han ensuciado la teoría de la representación y las funciones del Estado.

¿A qué se debe ciudadanos que disponen del progreso material y de mejor calidad de vida son más indiferentes a la crisis institucional y al extravío del bien común? ¿Por qué pasa esto si la lógica permitiría concluir que, a mayor libertad, más dignidad y más autorrespeto?

Si observamos las encuestas referidas a imagen y confiabilidad de las instituciones, tanto a nivel nacional como provincial, no podemos sino alarmarnos. Pero, ¿en serio le importa a una mayoría ciudadana esa circunstancia?

La gente no cree en el Poder Ejecutivo, ni en el Legislativo y menos en el Judicial. Advierten sus sus miembros integran una suerte de “casta”, preocupada sólo por los intereses personales y los de su facción. ¿A qué otra conclusión podemos llegar ante la obscenidad del espectáculo que nos ofrecen a diario, reñidos con la ética y con la estética?

Después de lo sucedido en EEUU, el mundo debería aprender las lecciones y reaccionar a favor de institucionalidad, la democracia y la república. Debería rescatar la vigencia y el valor de la solidaridad. Y debería aprender que el divorcio entre el progreso material y la calidad institucional debe ser superado porque sin república, los valores occidentales tienden a desaparecer. No sólo es un anhelo para el año que comienza. Es, sobre todo, un mandato de nuestra civilización.

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