La costumbre de juntarnos nos pone en riesgo

La costumbre de juntarnos nos pone en riesgo

Estamos por llegar a los setenta días de cuarentena y nadie sabe hasta cuándo seguiremos atrapados en esta insólita e inusual manera de vivir; o de sobrevivir, para muchos. Y sin lugar a dudas, hemos tenido mucho tiempo de escarbar acerca de temas de los que antes no quisimos ahondar. Algunos habrán estado acostumbrados, antes de acostarse, a repasar el día: lo que hicimos, lo que dejamos de hacer, en fin, nuestro derrotero diario. Otros se habrán esforzado por decirse a sí mismos “no hay drama, ya pasará”, aunque resulte difícil pensar que luego de 70 días la frase aún sea un apoyo fuerte, o real.

Como sea, no es ningún secreto que a esta altura del encierro las angustias comenzaron a florecer. Cuando apenas habían transcurrido tres semanas de obligado apartamiento, no pocos dijeron que esto no afectaría psicológicamente a la gente. Hoy casi nadie se atrevería a asegurarlo; es más, se toma aquello sólo como una expresión de optimismo.

Hace exactamente un mes hicimos una encuesta, preguntando a los lectores qué es lo que más extrañaban. El 52 por ciento dijo: “necesito reencontrarme con familiares y amigos”; el 25% dijo; “necesito salir a disfrutar al aire libre”; el 14% quiso viajar, y el 9% restante optó por “otras cosas”. Es decir, la inmensa mayoría -el 77 por ciento- respondió con el afecto y el sentimiento a flor de piel.

Y ahora se ve que se debe considerar, con seriedad, que este encierro sí afecta. Porque la rutina se desbarató, porque muchos de los seres queridos están fuera de alcance, y porque nada es como antes. Y encima, acostumbrada la gente a disponer del tiempo, también lo cotidiano se esfumó: no se puede manejar la agenda.

Al salir de casa la gente se cuida de respetar -aunque sea por temor- lo que se aconseja: la distancia, el barbijo, la higiene personal. Y aun así se sabe que una espada de Damocles pende sobre nuestras cabezas, con el peligro de enfermar a quienes están más cerca, conocidos o no.

Como sociedad labramos, hasta con paciencia artesanal, una característica que ahora nos juega en contra: hemos sido y somos, transgresores. O por lo menos nos sentimos cómodos siéndolo. “No, no va a pasar nada”; “sí, sí me cuido, no te preocupes”; “claro, debemos respetar a los demás”. Pero en estas últimas semanas algunos hechos comenzaron a demostrar que estas expresiones son sólo palabras: hay personas que cuando tienen un poco de libertad de movimiento, organizan una juntada. Con familiares, con amigos. Y nada tiene que ver en estas actitudes la diferencias sociales. La vieja costumbre de juntarse, ahora pone en peligro a las personas. Estos gestos de quebrantar las normas, de considerar las reuniones como una infracción menor, ahora conllevan el peligro de perder la salud, e incluso el de exponer también la ajena. Por lo tanto, la mente sí está jugando una mala pasada. Porque hay un acostumbramiento a transgredir y minimizar las consecuencias de los actos propios.

Es un hecho irrefutable afirmar que lo difícil de esta cuarentena está en tomar conciencia de que esta vez, lo que hagamos fuera de los cuidados que nos piden, puede llevar problemas para nosotros y para los seres a quienes queremos o extrañamos. La fortaleza es una virtud que tenemos que aprender a cultivar, para vencer el temor y esquivar la imprudencia. Acá tenemos una tarea de templanza para nuestras horas vacías.

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