El poder del amor
21 Abril 2019

Por Inés Páez de la Torre.- Una de las escenas más recordadas de la película “Mejor imposible” transcurre en un restaurante. Melvin -Jack Nicholson- se queja de tener que ponerse saco para entrar al lugar (tuvo que salir a comprar uno de improviso, dada su aprensión por el que le ofrecía el metre), mientras que a ella -a Carol, interpretada por Helen Hunt- la dejan entrar “con un vestido de entrecasa”. Carol, que estaba entusiasmada con la salida y había puesto mucho esmero en arreglarse, reacciona indignada: el comentario la ha herido profundamente y le exige a Melvin un piropo, o se irá para siempre. Lleno de caras y preámbulos, él le ruega que se quede, que tiene “un gran piropo” (ella lo mira escéptica): le cuenta que su psiquiatra le prescribió una pastilla, que ayuda mucho en casos como el suyo (es un obsesivo compulsivo), pero que él odia las pastillas (repite muchas veces y con énfasis la palabra odio). Y que, a pesar de esa tremenda aversión, poco después de conocerla las ha empezado a tomar. Carol le dice que no entiende dónde está el piropo. Entonces, con su cara más compradora, Melvin remata: “Vos me hacés querer ser un hombre mejor”.

La tierna confesión del neurótico señor Udall no es otra que la de una persona enamorada. Una frase -un gran piropo realmente- que sintetiza el poder de la energía amorosa. Porque es cierto: el amor nos impulsa a ser mejores. Y no es para menos: queremos estar a la altura de lo que sentimos. Queremos querer… Y con ese espíritu expansivo nos sentimos capaces de superar obstáculos y límites –internos y externos- que antes nos parecían imposibles. Nos lanzamos llenos de fe a cambiar el mundo y, lo que es más importante, a cambiarnos a nosotros mismos.

¿Es ciego el amor?

La idea de que cuando queremos a alguien perdemos objetividad, suele ser aceptada como ley. Aquello de que “el amor es ciego”, lo hemos escuchado tantas de veces... En el sentido, por ejemplo, de que no podemos guiarnos de lo que dice de otro alguien que lo quiere: lo más probable es que lo “idealice”. Debiéramos, en todo caso, optar por el criterio de alguien “imparcial”, que no esté contaminado por la subjetividad del afecto. Y esto vale no solo para la “ceguera” del amor romántico. También sería aplicable respecto del que se da entre padres hijos, amigos, hermanos…

¿Es así? ¿O podríamos, quizás, empezar a pensar todo lo contrario? Que cuanto más amamos a una persona, menos proclives somos a distraernos y quedarnos atrapados en detalles circunstanciales, irrelevantes a fin de cuentas. Y podemos, en cambio, ser más objetivos, en el sentido de abrirnos al conocimiento de su verdadera esencia.

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