Por Guillermo Monti
28 Abril 2017
El maestro mediocre dice; el buen maestro explica; el maestro superior demuestra; el verdadero maestro inspira.
“Cuando enseñaba, el libro era ella”. Marta Tuzza encontró una síntesis por demás feliz para definir a María Elena Dappe de Cuenya, cuya muerte le arrancó una lágrima al San Antonio de la Escuela Sarmiento. Su historia se apagó a los 99 años, el mes pasado. Nonagenaria como ella, un poquito menor -94-, falleció ayer Marta Campi, un pilar de la comunidad dominica y referente del Colegio Santa Rosa. Son tan poderosos los legados que dejaron, desde ámbitos tan ricos como diversos, que sólo cabe pensar en ellas como educadoras en el sentido integral del concepto. Sin fisuras ni flaquezas.
Siendo contemporáneas, la señora María Elena y la madre Marta tomaron distintos caminos. La diferencia más contundente salta a la vista: la defensa del laicismo por un lado, la construcción de una identidad religiosa por el otro. ¿Cabe pensarlas juntas? ¿Por qué no? ¿A quién y por qué podría sonarle perturbador, teniendo en cuenta lo mucho que hicieron por la educación tucumana? En ese juego de espejos asoman como opuestos que se atraen. Fueron, principalmente, mujeres convencidas y enamoradas de su misión.
Por estos días el Kinder está de festejos. Nació como un proyecto de jardín de infantes de avanzada y medio siglo más tarde -parece mentira- es un colegio con todas las letras. Otra mujer se ciñó el delantal de pionera e impulsó el proyecto: Soledad Ardiles Gray de Stein. Para todos es “Mery” Ardiles, vigente guardiana de su creación.
“Un viejo axioma dice que cuanto menor es el niño, mejor debe ser la maestra. ¿Por qué no le vamos a exigir a una maestra jardinera lo mismo que a una profesora de Francés? Yo propongo cinco años de formación y la profundización en materias como psicología del aprendizaje, sociología, educación inicial comparada, investigación pedagógica, informática, educación musical y física, literatura infantil, con sus respectivas didácticas”, le dijo a LA GACETA durante una entrevista. Es la clase de impronta que proponen los visionarios.
Allá por 1949 -pleno primer peronismo- Dappe de Cuenya creó junto a María Elena Saleme y Margarita Sastre de Cabot la enseñanza de magisterio como un ciclo superior. Antes, la capacitación que brindaba el secundario abría las puertas de las aulas. Recién dos décadas más tarde, al compás de los aires renovadores de la revolución cultural sesentista, se consolidó en el país la formación docente dentro del nivel superior. Tucumán había hecho punta.
Marta Campi fue preceptora; enseñó Matemáticas, Física y Química; y coronó ese trayecto hace 47 años, cuando fue designada rectora del Santa Rosa. Cynthia Folquer, una de sus herederas en la congregación, la coloca en un tronco genealógico que conecta con Elmina Paz de Gallo. Según Folquer, la madre Marta está espiritual y materialmente unida con las emprendedoras del siglo XIX, fundadoras de conventos y de colegios. “Mujeres que con libertad y autoridad generaron proyectos audaces; mujeres que inspiraron acciones transformadoras en distintas provincias”, apunta.
En las maravillosas fotos del Tucumán de principios del siglo XX suele recortarse la figura de Otilde Toro. Imposible no remitirse a ella revisando el perfil de Dappe de Cuenya. Toro fue la primera directora de la Sarmiento, cargo que con absoluta confianza le otorgó Juan B. Terán. Ese hilo conductor está bien visible en la tradición académica de la escuela. Cuando la posta se recibe de manos sabias la carrera a la meta se emprende con todas las certezas.
De todas estas mujeres que impregnaron el siglo XX con sus ideas y con sus obras sólo se escuchan melancólicos elogios. Dejaron huellas tan profundas que el paso de las décadas no consiguió borrarlas ni un poquito. Eso no se compra ni se negocia. Será porque no se les ocurrió apuntar al bronce, sino transitar el día a día desde la más profunda humanidad. Acompañando, guiando, siempre inquietas, con la capacidad de mirar más allá. Seguramente con distintas concepciones de la vida, pero con idéntica pasión.
“Cuando enseñaba, el libro era ella”. Marta Tuzza encontró una síntesis por demás feliz para definir a María Elena Dappe de Cuenya, cuya muerte le arrancó una lágrima al San Antonio de la Escuela Sarmiento. Su historia se apagó a los 99 años, el mes pasado. Nonagenaria como ella, un poquito menor -94-, falleció ayer Marta Campi, un pilar de la comunidad dominica y referente del Colegio Santa Rosa. Son tan poderosos los legados que dejaron, desde ámbitos tan ricos como diversos, que sólo cabe pensar en ellas como educadoras en el sentido integral del concepto. Sin fisuras ni flaquezas.
Siendo contemporáneas, la señora María Elena y la madre Marta tomaron distintos caminos. La diferencia más contundente salta a la vista: la defensa del laicismo por un lado, la construcción de una identidad religiosa por el otro. ¿Cabe pensarlas juntas? ¿Por qué no? ¿A quién y por qué podría sonarle perturbador, teniendo en cuenta lo mucho que hicieron por la educación tucumana? En ese juego de espejos asoman como opuestos que se atraen. Fueron, principalmente, mujeres convencidas y enamoradas de su misión.
Por estos días el Kinder está de festejos. Nació como un proyecto de jardín de infantes de avanzada y medio siglo más tarde -parece mentira- es un colegio con todas las letras. Otra mujer se ciñó el delantal de pionera e impulsó el proyecto: Soledad Ardiles Gray de Stein. Para todos es “Mery” Ardiles, vigente guardiana de su creación.
“Un viejo axioma dice que cuanto menor es el niño, mejor debe ser la maestra. ¿Por qué no le vamos a exigir a una maestra jardinera lo mismo que a una profesora de Francés? Yo propongo cinco años de formación y la profundización en materias como psicología del aprendizaje, sociología, educación inicial comparada, investigación pedagógica, informática, educación musical y física, literatura infantil, con sus respectivas didácticas”, le dijo a LA GACETA durante una entrevista. Es la clase de impronta que proponen los visionarios.
Allá por 1949 -pleno primer peronismo- Dappe de Cuenya creó junto a María Elena Saleme y Margarita Sastre de Cabot la enseñanza de magisterio como un ciclo superior. Antes, la capacitación que brindaba el secundario abría las puertas de las aulas. Recién dos décadas más tarde, al compás de los aires renovadores de la revolución cultural sesentista, se consolidó en el país la formación docente dentro del nivel superior. Tucumán había hecho punta.
Marta Campi fue preceptora; enseñó Matemáticas, Física y Química; y coronó ese trayecto hace 47 años, cuando fue designada rectora del Santa Rosa. Cynthia Folquer, una de sus herederas en la congregación, la coloca en un tronco genealógico que conecta con Elmina Paz de Gallo. Según Folquer, la madre Marta está espiritual y materialmente unida con las emprendedoras del siglo XIX, fundadoras de conventos y de colegios. “Mujeres que con libertad y autoridad generaron proyectos audaces; mujeres que inspiraron acciones transformadoras en distintas provincias”, apunta.
En las maravillosas fotos del Tucumán de principios del siglo XX suele recortarse la figura de Otilde Toro. Imposible no remitirse a ella revisando el perfil de Dappe de Cuenya. Toro fue la primera directora de la Sarmiento, cargo que con absoluta confianza le otorgó Juan B. Terán. Ese hilo conductor está bien visible en la tradición académica de la escuela. Cuando la posta se recibe de manos sabias la carrera a la meta se emprende con todas las certezas.
De todas estas mujeres que impregnaron el siglo XX con sus ideas y con sus obras sólo se escuchan melancólicos elogios. Dejaron huellas tan profundas que el paso de las décadas no consiguió borrarlas ni un poquito. Eso no se compra ni se negocia. Será porque no se les ocurrió apuntar al bronce, sino transitar el día a día desde la más profunda humanidad. Acompañando, guiando, siempre inquietas, con la capacidad de mirar más allá. Seguramente con distintas concepciones de la vida, pero con idéntica pasión.
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