El mundo nos observa con espanto

El mundo nos observa con espanto

La prensa global cubrirá una marcha nunca vista en un país civilizado: fiscales que se movilizan porque no tienen garantías para luchar contra la impunidad. Por Jorge Fernández Díaz - La Nación.

08 Febrero 2015
Hace veinte días éramos para el mundo un punto ciego, apenas un comentario al margen, acaso el cliché de una larga y enigmática decadencia. Hoy somos un estruendo que combina luctuosas sospechas con inquietantes frivolidades de república bananera.

Estamos de pronto bajo la lupa de todos, y los bochornos domésticos que ya teníamos naturalizados salpican ahora con la fuerza de la novedad más chirriante las páginas de los diarios influyentes y despiertan el asombro hilarante y a veces directamente el espanto de la opinión pública internacional.

Esto tiene su lógica y su dinámica. En las principales capitales de Occidente primero se enteraron de que un fiscal denunciaba a la Presidenta de haber perpetrado una oscura operación de encubrimiento a favor de varios sospechosos de terrorismo. Luego leyeron que ese fiscal aparecía baleado en vísperas de dar a conocer su pesquisa. Y más tarde vieron cómo el jefe de Gabinete rompía ampulosamente un diario para negar una información, que un día después era confirmada. Ese gesto teatral y autoritario también fue noticia planetaria y no hizo más que potenciar el núcleo del asunto: habían hallado en el cesto de basura de aquel fiscal un primer borrador (luego desechado) en el que evaluaba pedir la detención de Cristina Kirchner.

A continuación, sin el mínimo recreo, en medio de este denso clima de duelo nacional y de graves suspicacias, descubren que esa misma presidenta viaja de buen humor a China y hace bromas desde su cuenta oficial acerca de las dificultades que los chinos tienen para pronunciar el español. Y entonces todo parece saltar por los aires.

Es que nosotros estamos muy acostumbrados a esa clase de insensibilidad macabra y a las oscilaciones emocionales de la patrona de Balcarce 50. Ya descontamos además que el lenguaje de un estadista aquí se puede deslizar hacia una mera lengua canyengue y en ocasiones revanchista, anecdótica o vacua. Pero para la comunidad global que ahora nos vigila todo eso resulta una sorpresa mayúscula e indignante. “Es de lejos el peor tuit de una líder mundial que usted pueda leer hoy”, escribió The Independent. La legendaria revista The New Yorker aludió a las perturbaciones anímicas y a la “conducta disfuncional” de la jefa del Estado, y citó una frase antológica del gran cronista Jon Lee Anderson sobre el derrotero de Cristina: “Una mezcla de tragedia griega y ópera bufa”.

El caso Nisman y las desventuras de la mandataria estuvieron entre las diez informaciones más leídas del Financial Times y The Washington Post, y es una saga permanente en las páginas y en los portales de The New York Times, El País de Madrid y en casi todos los periódicos del hemisferio norte y de América latina. La cadena BBC llegó a preguntarse si era técnicamente posible arrestar a la Presidenta a raíz del extraño acuerdo con el régimen antisemita de Ahmadinejad. Justas o injustas, lógicas o disparatadas, todas estas menciones no hacen más que ratificar algo que ha calado hondo en los observadores internacionales: la reputación del gobierno argentino es desastrosa. En esos círculos, Néstor Kirchner era considerado un Lula áspero, pero jamás un personaje ridículo; la actual imagen de su viuda está asociada con Nicolás Maduro. En materia estratégica, tal como estableció alguna vez el geopolitólogo Joseph Nye, existen el hard power y el soft power. El poder duro de un país está basado en la economía, la tecnología, la acción militar. El poder blando está lleno de intangibles, como la cultura y el prestigio. La Argentina sólo tenía, hasta el momento, un atributo en el renglón del soft power, y eran los derechos humanos. La muerte mafiosa de un fiscal que investigaba el poder fue como un misil bajo la línea de flotación: hasta ese activo quedó estropeado.

En Buenos Aires, se suceden reuniones con muchos embajadores de la Unión Europea y con algunos representantes norteamericanos. La sensación que impera en esos encuentros es dual. Por un lado, nadie puede creer del todo que alguien del propio Gobierno haya mandado un sicario de los servicios para deshacerse de Nisman. Pero están anonadados por el torpe manejo de toda la crisis política, y han vuelto su mirada hacia las distintas posiciones que la administración kirchnerista viene adoptando en temas tan sensibles como Ucrania, Irán, Estado Islámico y Charlie Hebdo. Lo que les preocupa no son esos votos concretos, sino los argumentos que se exhiben para justificarlos. Es que las diplomacias profesionales tampoco están habituadas al relato: suelen tomar en serio esas largas dramaturgias endogámicas, y entonces sienten, en su visión más piadosa, que “de mínima el gobierno argentino no entiende nada”.

A las grandes potencias democráticas no les preocupan, en ese sentido, los pactos firmados estos días con China, sino las razones antioccidentales que deslizan los funcionarios para respaldar acuerdos comercialmente desventajosos. “Si yo fuera nacionalista, esta entente sería un escándalo –comentó risueñamente un analista extranjero que sigue muy de cerca las evoluciones de la política exterior–. Y si yo fuera progresista, esta visita sería un papelón intragable. ¿Fondos para una represa llamada Néstor Kirchner? Alarma un poco que ya a nadie le ponga los pelos de punta semejante grosería.” El analista no comprende que ese “progresismo” ha virado hacia el primitivismo, la cultura personalista y la práctica feudal, y que permanece anestesiado en su propia soberbia: vive en el confort del Estado, nunca se equivoca y, por lo tanto, no tiene marcha atrás. Las relaciones carnales de los noventa eran un vasallaje al Tío Sam. Las relaciones carnales con China son un cariñoso homenaje a Mao. Tampoco les mueve un músculo que en Pekín su amada líder se haya pavoneado de la pericia de los agroproductores argentinos y haya reivindicado nuestro perfil de granero del mundo, luego de haber boicoteado durante años esa posibilidad y de haber lanzado una batalla cultural y económica sin precedente contra el campo. Fueron precisamente sus intelectuales y artistas de variedades quienes de manera maniquea intentaron oponer la industria a la agricultura, y los que demonizaron a los productores que esta semana sirvieron de carnada seductora para el monedero de Xi Jinping.

También se han vuelto tristemente célebres en la gran vidriera los dos alfiles de Cristina. Capitanich se transformó esta semana en el involuntario gerente de Marketing de Clarín: Magnetto debería levantarle un busto en la redacción para que sus periodistas le recen todos los días. ¿Cuánto vale esa campaña fallida y espectacular? Y Aníbal Fernández no deja de producir estupor con su jerga vulgar: le mandó decir por los medios a la doctora Fein que no era buen momento para “ponerse la malla”. En esto tiene razón, puesto que quien investiga una de las muertes más conmocionantes de la era democrática no puede irse de vacaciones. Pero no parece muy decoroso hacerle llegar así la opinión del Poder Ejecutivo, ni muy afortunado el reproche personal: a pocos días de haber hallado el cadáver de Nisman en su baño, mientras la Argentina temblaba, el comediante se paseaba en short y ojotas por las amigables arenas del parador Hemingway. Tal vez la prensa global se ocupe de ellos en los próximos días. Es más seguro, sin embargo, que cubrirá ampliamente una marcha nunca vista en un país civilizado: fiscales que deben movilizarse por las calles porque no tienen garantías personales ni políticas para luchar contra la impunidad.

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