La patria de la pena de muerte ‘humanitaria’ -la de la inyección letal en vez de la medieval ‘pena del garrote’ o del perimido pelotón de fusilamiento- no es la inventora del asesinato en turba, pero sí la que se quedó con la patente de la práctica.
El nombre de Charles Lynch quedará para siempre ligado a la palabra “linchamiento”, aunque no haya pruebas de que él lo haya inventado. Este señor había nacido en la colonia norteamericana de Virginia, allá por las primeras décadas del 1700. Su padre era un irlandés que llegó al Nuevo Mundo como sirviente, pero que logró la libertad y, cual póster del “american dream”, se convirtió en un rico granjero y se casó con la hija de su antiguo patrón.
Para la época de la revolución de independencia de las colonias de Norteamérica contra la dominación británica, don Lynch (h) era juez de paz. Desde ese cargo organizó y condujo ajusticiamientos sumarios (sin tribunal ni abogados) a sospechosos de preparar un alzamiento pro inglés. Latigazos, ahorcamientos y, por supuesto, confiscación de bienes, eran los castigos más comunes.
Quizás sea Lynch el que se quedó con el nombre, pero la práctica de atacar en turba, con la responsabilidad individual diluida en la masa, guiados por el miedo y la frustración, es vieja como la sociedad. En Europa del Este se llamaba pogrom, y estaba dirigido contra judíos y gitanos; España conoció las persecuciones a los moros; Estados Unidos, a los negros. Las acusaciones, en todos los casos, eran parecidas: “Atentan contra nuestro modo de vida”, “nos quitan lo que tanto nos costó ganar”, “conspiran para dominarnos”. Y siempre, pero siempre, los linchadores han sido casi igual -o apenas un poco menos- de pobres que los linchados. No es que tenga que ver con nada de lo que pasa en la actualidad, pero a veces una mirada a la historia nos ayuda a completar la pintura.
El nombre de Charles Lynch quedará para siempre ligado a la palabra “linchamiento”, aunque no haya pruebas de que él lo haya inventado. Este señor había nacido en la colonia norteamericana de Virginia, allá por las primeras décadas del 1700. Su padre era un irlandés que llegó al Nuevo Mundo como sirviente, pero que logró la libertad y, cual póster del “american dream”, se convirtió en un rico granjero y se casó con la hija de su antiguo patrón.
Para la época de la revolución de independencia de las colonias de Norteamérica contra la dominación británica, don Lynch (h) era juez de paz. Desde ese cargo organizó y condujo ajusticiamientos sumarios (sin tribunal ni abogados) a sospechosos de preparar un alzamiento pro inglés. Latigazos, ahorcamientos y, por supuesto, confiscación de bienes, eran los castigos más comunes.
Quizás sea Lynch el que se quedó con el nombre, pero la práctica de atacar en turba, con la responsabilidad individual diluida en la masa, guiados por el miedo y la frustración, es vieja como la sociedad. En Europa del Este se llamaba pogrom, y estaba dirigido contra judíos y gitanos; España conoció las persecuciones a los moros; Estados Unidos, a los negros. Las acusaciones, en todos los casos, eran parecidas: “Atentan contra nuestro modo de vida”, “nos quitan lo que tanto nos costó ganar”, “conspiran para dominarnos”. Y siempre, pero siempre, los linchadores han sido casi igual -o apenas un poco menos- de pobres que los linchados. No es que tenga que ver con nada de lo que pasa en la actualidad, pero a veces una mirada a la historia nos ayuda a completar la pintura.
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