Gloria eterna al “Martín Fierro” y a José Hernández

Gloria eterna al “Martín Fierro” y a José Hernández
Hace 3 Hs

Arturo Arroyo

amarroyo@hotmail.com.ar

El “Santos Vega” de Rafael Obligado no se limita a desdibujar la nobleza histórico-social del gaucho reemplazándolo por ese cantor espectral y pusilánime, también se hace eco de la infame acusación al gaucho de vago, que ya ha sido echada a andar. Acusación aprovechada por la oligarquía anglófila –y la acción de Sarmiento puntualmente- para someterlo al nuevo orden terrateniente y, a los retobones o muy gallitos o simplemente a los mansos, enceparlos en los fortines de la frontera; como a Martín Fierro. No otra cosa dice cuando Obligado dice: “…de la Pampa ayer dormida, / la visión ennoblecida / del trabajo, antes no honrado; / la promesa del arado / que abre cauces a la vida.” Sus gauchos no honraban el trabajo, no trabajaban, eran unos vagos (cuchilleros y mal entretenidos, precisaría primorosamente Borges) y, por lo tanto, rehuían “la promesa del arado”, negándose a abrir “cauces a la vida”. Una especie detestable, retrógrada que, como es obvio, había que erradicar, exterminar o reemplazar, en todo lo cual coincidían perfectamente Mitre, Echeverría, Sarmiento y adláteres, cosa que estuvieron muy cerca de lograr con un monstruoso baño de sangre.

Sin embargo, en una honesta lectura de Hernández, así inicia Fierro la detallada descripción de una jornada laboral cuando: “Sosegao vivía en mi rancho / como el pájaro en el nido. / Allí mis hijos queridos / iban creciendo a mi lao… “. Y precisa, quizás anticipando lecturas mendaces y mal intencionadas: “Y apenas la madrugada / empezaba a coloriar, / los pájaros a cantar / y las gallinas a apiarse, / era cosa de largarse / cada cual a trabajar.” En las siguientes cuatro sextillas, Hernández nos ofrece un vívido mosaico de las tareas camperas ocupando todo el día del cristiano que así sostenía amorosamente a su familia en un clima de regocijo, armonía y esfuerzo fructífero, tal que Fierro, de vuelta al rancho y a los cuidados de la esposa, reconoce agradecido porque… “Aquello no era trabajo, / más bien era una junción…”. No era trabajo. Era una bendición.

No era el trabajo del proletariado inglés, carne de explotación inmisericorde de la voracidad antropofágica del “progreso” europeo (y poco más tarde, yanqui) que Obligado hace prevalecer sobre el gaucho con la resignación ante lo inevitable. “El tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y la desenfrenada codicia de los competidores”, afirma con crudeza, ya en 1891, la encíclica “Rerum Novarum” del papa León XIII, piedra basal de la Doctrina Social de la Iglesia. Era más bien el humilde cumplimiento del mandato del Génesis: “Jahvé Dios llevó al hombre al jardín del Edén para que lo labrara y lo cuidase”. Aunque después vendrá el pecado, y con él, ese trabajo de gozo pleno en el Paraíso será el “doloroso trabajo” con que el hombre se alimentará de la tierra, Cristo –el nuevo Adán-, “haciendo todas las cosas nuevas”, le restituirá su dignidad siendo él mismo un manso trabajador.

Ése es el trabajo y ése el escenario donde transcurría la vida del gaucho, su familia, su caballo, su rancho y su ombú (o sus senderos cordilleranos o selváticos o sus canoas en ríos caudalosos). Pero principalmente ése era el espíritu que lo animaba, que lo ligaba a los demás, a la Patria y a Dios. A su exquisita cultura. Un espíritu superior, desentendido de la trituradora humana de la “revolución industrial”, la rabiosa competencia y de los odios de clase que ya asolaban Europa desde las páginas del “Manifiesto Comunista” y la sangrienta “Comuna de París”. Un espíritu que aborrecía la avaricia, ese vicio que movilizaba las ruedas del “progreso” y la “civilización” y se cernía sobre nosotros. Un espíritu forjado en la cultura hispanocriolla, en el punto más alto de la cristiandad. Que se vivía igual en la pampa como en el norte cuzqueño, en las serranías cordobesas como en las selvas misioneras o en las inmensidades patagónicas, porque era hijo de la hidalguía española derramada generosamente por todos los rincones de la Argentina, y de Hispanoamérica toda.

Por eso y con una contundencia que en su momento desbarató la soberbia negación oligárquica, Leopoldo Lugones habría de sostener (“El payador”): “El ejemplo de vida heroica formada alternativamente de valor y de estoicismo es constante. El ideal de justicia anima la obra. El amor a la patria palpita en todas sus bellezas, puesto que todas ellas son nativas de sus costumbres y de su suelo. Por eso, porque personifica la vida heroica de la raza con su lenguaje y sus sentimientos más genuinos, encarándola en un paladín, el gaucho argentino, o sea el tipo más perfecto del justiciero y del libertador; porque su poesía constituye bajo esos aspectos una obra de vida integral, «Martín Fierro» es un poema épico. […] Tal fenómeno de sensibilidad, autoriza el orgullo de cualquier gran pueblo. Ésta es la única obra permanente y popular de nuestra literatura”. Con lo que es obvio que siempre esté en la mira de los enemigos de la Patria, sobre todos de los internos.

Alberdi

Sin olvidarnos de la lucidez nacional del último Alberdi, condenado al ostracismo y la pobreza en Europa por los liberales porteños, que revalorizara la figura señera de Rosas, y clamara, en sus formidables “Escritos Póstumos”: “Sólo desde la naturaleza del gaucho y los caudillos se podría construir nuestra Nación”. O del gran Marechal que, desde su profundo pensamiento nacional, sostiene: “Lo que podemos afirmar es que nuestro héroe, al rescatar a la mujer cautiva, empieza ya el rescate de la Patria […] MF, el ente nacional, ha regresado y anda por la frontera. […] Trae un plan de acción. […] se halla con sus dos hijos (y el de Cruz). ¡Ay! El relato que de sus vidas hacen los mozos enseñarán a MF que la enajenación del ser nacional […] se ha agravado.

Así llega el momento fundamental del poema porque su clave se oculta y se revela en su despedida, donde puede rastrearse una metodología de acción para el rescate del ser nacional, y a su restitución al escenario de la historia: «Mas Dios ha de permitir /que esto llegue a mejorar; /pero se ha de recordar, /para hacer bien el trabajo, /que el fuego, pa calentar, /debe ir siempre por abajo». Trabajar «por abajo», en el humus auténtico de la raza, con la raíz hundida en sus esencias tradicionales. […] Tanta confianza tiene su autor en el poder constructivo de la obra, que al finalizar dice: «Y en lo que esplica mi lengua /todos deben tener fe; /no se ha de llover el rancho / en donde este libro esté». Hipérbole que tiene algo de magia y mucho de profecía. Al cumplirla, puede ser que José Hernández, el postergado y el no entendido, nos pueda sonreír desde sus bien merecidos laureles. Que Dios lo quiera.

Comentarios