Vuelos narcos: en Salta ya hablan de una “lluvia blanca”

La lista de algunas casos registrados

Vuelos narcos: en Salta ya hablan de una “lluvia blanca”

El cielo sobre el sur de Salta no siempre fue un límite. Durante años fue apenas un paisaje, un fondo de sierras, un territorio de tránsito para las aves y las nubes que suben desde Tucumán. Pero hace tiempo ese cielo cambió de dueño. Hoy es una frontera invisible, una autopista aérea donde el silencio pesa más que el ruido, y donde a veces -en pleno día o bajo la sombra de la noche- cae del aire algo más que agua o polvo: cae cocaína. En Salta, literalmente, llueve droga.

Esa frase, que hace unos años habría parecido una exageración, se transformó en el retrato más fiel de una realidad: avionetas que despegan en Bolivia, sobrevuelan el monte salteño y arrojan su carga en campos desolados; pilotos que aterrizan en pistas clandestinas; camiones cisterna adaptados para disimular los cargamentos; y fincas donde los bolsones se entierran como si fueran semillas.

La historia de esta “lluvia blanca” no es nueva. Tiene un punto de inicio en un accidente olvidado en la Puna, se alimenta de una docena de episodios que trazan la ruta del narcotráfico aéreo, y culmina -por ahora- en un accidente reciente, en el paraje San Felipe, donde una avioneta boliviana cayó y reveló, una vez más, la perfección de una maquinaria que hace años aprendió a volar por encima del control.

El primer aviso

Era 1987 cuando el silencio de San Antonio de los Cobres se quebró con un estruendo que nadie supo explicar. Una avioneta había impactado contra el cerro. Cuando los hombres del pueblo llegaron, vieron el fuselaje retorcido, el metal fundido con la piedra. Dentro, el cuerpo del piloto Roberto Gallucci, (piloto de Turismo Carretera) y 200 kilos de cocaína. Aquel hallazgo cambió para siempre la percepción de la provincia. El norte argentino dejaba de ser solo un límite geográfico para convertirse en una puerta aérea. Desde entonces, los investigadores empezaron a ver un patrón: vuelos bajos, avionetas ligeras, pilotos con experiencia, cargas valiosas. Lo que antes parecía un accidente aislado, se convirtió en la primera señal de un corredor clandestino. “Ese fue el comienzo de todo”, dirían años más tarde en los pasillos de los tribunales federales. “Ahí se vio que el cielo también se podía usar como camino”.

Las lluvias

El método se perfeccionó con la paciencia del que conoce su terreno. Aterrizar era peligroso; lo mejor era no tocar el suelo. Desde el aire, bastaba con abrir la puerta y dejar caer los paquetes. Así nació el “bombardeo”. En mayo de 2009, una Cessna 206 fue interceptada en Campo Pajoso, Bolivia, con 375 kilos de cocaína listos para arrojar en algún punto del este salteño. La operación estaba diseñada con precisión: la droga embalada para resistir la caída, el recorrido calculado, la altitud justa.

Ese sistema encontró su escenario ideal en Anta, una región de campos interminables donde el viento arrastra el polvo y la distancia lo tapa todo. Desde allí hasta el Paraje La Estrella, en Las Lajitas, la historia se repitió tantas veces que las comunidades rurales aprendieron a distinguir el zumbido de una avioneta de cualquier otro sonido. El 10 de mayo de 2014, Gendarmería detectó una de esas maniobras. La avioneta lanzó 388 kilos de cocaína y desapareció rumbo norte antes de que los móviles llegaran. En tierra, el operativo reveló algo más grave: dos gendarmes formaban parte de la logística de recuperación. El narcotráfico, entonces, no solo volaba sobre el territorio: ya lo habitaba.

Unos meses después, en noviembre de 2014, otra aeronave cayó en la Finca San Severo, también en Anta. Los cuerpos de los pilotos quedaron calcinados. Entre los restos de la nave había de 200 kilos de cocaína se mezclaban con los restos del avión. El fuego fue tan intenso que los peritos apenas pudieron recuperar los números de serie. Nadie reclamó los cuerpos.

En junio de 2015, en Joaquín V. González, una patrulla halló una avioneta boliviana abandonada. A 15 kilómetros, escondidos entre los pastizales, detuvieron a dos jóvenes pilotos, de 18 y 19 años, con apenas cuatro kilos de cocaína y un GPS que marcaba toda la ruta del vuelo. En ese dispositivo, estaba la prueba de que los viajes eran regulares, repetidos, casi rutinarios. Además los jóvenes inexpertos dejaron sus viajes posteados en sus redes sociales. Fueron condenados a siete años de prisión.

El salto de escala

El 25 de enero de 2020, desde el Aeropuerto Internacional de Salta despegó un Gulfstream GLF 3, un jet privado de lujo. Horas después, en Cozumel (México), las autoridades hallaron en su interior casi una tonelada de cocaína. La noticia sorprendió no solo por la cantidad, sino por el origen: el avión había pasado todos los controles. ¿Cómo se cargó semejante cantidad? La hipótesis más sólida apunta a que la ruta salteña fue usada como fachada legal, una forma de blanquear un vuelo irregular. Se trataba también de la sofisticación de un modelo que usaba la legalidad como disfraz.

El último

El reloj marcaba las 18 cuando el aire del Paraje San Felipe, cerca de Rosario de la Frontera, se cortó con un ruido seco. La avioneta boliviana venía en descenso. Intentó aterrizar en una pista clandestina, pero por motivos que no se esclarecieron, cayó. El golpe se escuchó a varios kilómetros.

Cuando los efectivos llegaron, encontraron una escena hecha de fuego y tierra: la aeronave destruida, un auto incendiado a pocos metros, y, bajo la tierra recién removida, bolsones enterrados con 364 kilos de cocaína. Los dos pilotos bolivianos fueron detenidos horas después en la terminal de ómnibus. Con ellos, cayeron dos cómplices argentinos.

El operativo reveló la complejidad de la logística. Los narcos no solo volaban: enterraban la carga, borraban pruebas y tenían rutas de escape planificadas. Todo estaba pensado: el vuelo, la finca, la salida.

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