Gregorio Jesús Díaz: la historia del cura que fue un arquitecto de la esperanza entre cañaverales
Mañana se cumplen 40 años de la partida de quien fue un faro espiritual y social de la zona este de Tucumán. Fundador de escuelas, capillas y sueños, su legado se proyecta más allá de la fe: es una lección de entrega, educación y compromiso con los más humildes.
POSTURA. Sus mensajes y sus escritos siempre fueron firmes, reflexivos, a veces incómodos.
En el corazón del departamento Cruz Alta, donde todavía los cañaverales dibujan un horizonte eterno entre pueblos y ciudades de casas bajas, la figura del Padre Goyo no ha desaparecido. 40 años después de su partida, un 20 de septiembre de 1985, vive en calles con su nombre, en las aulas de las escuelas y en los centros de salud que fundó y, sobre todo, en la memoria viva de quienes aún repiten sus enseñanzas como si las acabaran de escuchar.
Gregorio Jesús Díaz nació el 12 de marzo de 1917 en Los Rojos, una pequeña localidad rural del departamento Monteros. Fue el quinto de ocho hermanos, hijo del labrador Matilde Jesús Díaz y de Feliciana Lezcano, una mujer de oficio costurera y cocinera. Desde pequeño, compartió las labores agrícolas con su padre y su hermano, mientras recorría las aulas rurales de Río Seco, Villa Quinteros y Monteros, donde se destacó como un alumno aplicado y curioso, con especial interés en la lectura, las matemáticas y, curiosamente, la costura, que aprendió gracias a una de sus maestras, Lastenia González.
Fue en Monteros, colaborando como monaguillo en la parroquia, donde empezó a germinar su vocación sacerdotal. En silencio, sin decirlo en casa, comenzó a sentir un llamado interior que se consolidaría con la intervención del párroco local, el padre Artero, quien alentó su ingreso al Seminario Menor de Tucumán en 1933. Años después, completaría su formación en el Seminario Mayor de Catamarca, hasta ordenarse sacerdote el 5 de diciembre de 1943.
Su vida pastoral fue una constante manifestación de trabajo, austeridad y compromiso. “Duermo cuando puedo, como cuando y donde puedo. Todos son mis fieles, no tengo problemas con nadie porque jamás adulo a nadie; ni al obrero, ni al patrón, ni al gobernante”, solía decir. Esa frase sintetiza su modo de vida: sencillo, recto y cercano a los sectores más vulnerables.
Capellán
Antes de llegar a su destino más recordado, pasó por los hospitales Padilla y Avellaneda como capellán, organizando comisiones de enfermeros y voluntarios para acompañar a los internados. Hizo instalar parlantes en los pasillos para transmitir música folclórica, y convirtió los domingos en días de fiesta en lugares marcados por el dolor. También fue docente de religión en reconocidas instituciones como la Escuela Normal Mixta “Juan Bautista Alberdi”, el Instituto Técnico de la UNT y el Colegio Nacional de Aguilares.
Pero fue desde 1949, al ser designado párroco de la jurisdicción de La Sagrada Familia, con sede en la iglesia El Santo Cristo, ubicada dentro del Ingenio San Juan, cuando desplegó su obra más trascendental. Allí encontró una comunidad abandonada espiritual y materialmente, sumida en un analfabetismo que era la norma y una pobreza estructural que golpeaba sin tregua. Su llegada fue el comienzo de una revolución silenciosa.
EN LA GACETA. Así se publicó la noticia de su fallecimiento.
Con la ayuda de los industriales azucareros Ramón Paz Posse (del ingenio San Juan) y José María Paz (del Concepción), y con el respaldo del arzobispo Juan Carlos Aramburu, inició la construcción de escuelas, capillas, centros de salud, talleres de formación y barrios para trabajadores. En 1952 fundó una pequeña escuelita de corte, tejido y bordado. En 1959, inauguró formalmente la Escuela Social de Cultura Católica Nuestra Señora del Valle. En 1962, logró abrir el Instituto Técnico General Manuel Belgrano, el primero de nivel secundario en la zona y, en 1968, el Instituto Santo Cristo.
Su acción educativa fue tan efectiva que impulsó al Arzobispado a replicar su modelo en otras localidades con el apoyo de los dueños de ingenios. Nacieron así nuevas escuelas parroquiales en Bella Vista, San Pablo y Concepción. También promovió la creación de batallones de exploradores, talleres de danza, mecanografía y huertas familiares.
Su misión quedó plasmada en palabras, como las que escribió en una de sus Cartas al Director de LA GACETA, medio con el que colaboró activamente durante años: “El hombre común cree que el progreso propio y el de los pueblos es privativo de los demás. Se olvida de que este empieza justamente con el sujeto que es capaz de producirlo”.
Sus columnas eran firmes, reflexivas, a veces incómodas. Defendía los derechos de los trabajadores, cuestionaba las decisiones gubernamentales y pedía que no se cierren los ingenios, porque detrás de cada chimenea había familias enteras. También opinaba sobre el rol del periodismo: “La misión del periodismo no es sólo halagar, sino orientar y corregir. Debemos luchar para que exista el periodismo que construya y no que socave los cimientos de la sociedad”.
JOVEN. Se ordenó como sacerdote a los 26 años.
Además de escribir, fundó dos revistas y un boletín llamado Juventud. Llevaba siempre un cuaderno donde anotaba todo: gastos, actividades, ideas, nombres de colaboradores. Nada quedaba librado al azar.
En 1964, abrió la Casa de la Caridad en El Mirador, Lastenia, que hoy funciona como Centro de Atención Primaria de la Salud (CAPS) con su nombre. Ese mismo año creó la Dirección de Ayuda al Hombre de Campo, un programa destinado a impulsar huertas familiares y la autosuficiencia rural. A poco de su muerte, fundó la Casa de Reposo Espiritual “San Francisco de Asís”.
Falleció a los 68 años, tras una larga dolencia hepática. Durante sus últimos días, cuando ya no podía hablar, se comunicaba por señas o escribiendo pequeñas notas. En todas repetía una sola palabra: “gracias”.
Su funeral fue multitudinario y su figura fue despedida como la de un prócer popular. En 2018, sus restos fueron trasladados desde Río Seco a la parroquia El Santo Cristo, en un acto solemne cargado de emoción. Miles de fieles formaron una caravana de autos. La fecha elegida no fue casual: 5 de diciembre, día de su ordenación.
Su historia fue recopilada en el libro “El cura de los cañaverales”, de Magena Valentié, obra que da cuenta de su vida con detalles, testimonios y reflexiones. En 1966, la revista “Primera Plana” le dedicó un extenso perfil, calificándolo como “la más empinada autoridad de la región, en cuyos huesudos hombros descansaban los pesares y alegrías de 50.000 tucumanos”.
Hoy, en el Departamento Cruz Alta, su legado sigue vivo. Escuelas, templos, barrios y centros comunitarios llevan su nombre. Su figura es invocada como modelo de fe con compromiso, y un grupo de fieles impulsa su causa de canonización.
Pero más allá de los altares, en Tucumán muchos sienten que el milagro ya ocurrió: transformar con amor, educación y constancia un rincón olvidado en una comunidad viva, organizada y esperanzada.









