Doble vara y probabilidades contra Javier Milei

Las últimas sesiones del Congreso representaron traspiés políticos para el gobierno nacional pues, entre otras decisiones, se rechazaron cuatro decretos delegados y uno de necesidad y urgencia, mostrando doble vara ante esos instrumentos. Los mencionados son dos de los tres decretos excepcionales introducidos en la Constitución Nacional en 1994 junto a los de promulgación parcial de leyes, y se controlan aplicando una muy mala ley, la 26.122, del año 2006.

Los primeros aplican la delegación de facultades legislativas que el Congreso hace al Poder Ejecutivo. Tal traspaso puede fundarse en evitar la discusión parlamentaria, con riesgo de retrasos e inconsistencias, de un conjunto de medidas (para eso la Ley Bases) o porque haya o se prevea una crisis que requiera algunas decisiones rápidas (pasó con las retenciones a las exportaciones de hidrocarburos en 2002). Para ello, el Congreso debe dictar las bases de ejercicio de la delegación y ponerle un plazo. Los DNU, en cambio, muestran la asunción por parte del PEN de atribuciones legislativas por iniciativa propia pues la emergencia no da tiempo para debates, pero están prohibidos para materia tributaria, penal, partidos políticos y régimen electoral.

Aquí se observa un juego de costos y probabilidades. En las sociedades grandes y complejas y con el Estado cada vez más involucrado en las interacciones aparece como razonable preferir la solución ejecutiva más que parlamentaria por más rápida y concreta. Sin embargo, la respuesta del Presidente es más peligrosa por la tentación de arbitrariedad y la falta de participación de los involucrados. Al revés, como protección de los derechos, en el Congreso están la voz y el voto de varios sectores, pero su parsimonia implica que mientras tanto la crisis continúa sin ser atacada. ¿Qué cuesta más, el abuso presidencial o la demora parlamentaria? Hay que considerar la probabilidad del abuso y elegir las reglas.

En el diseño constitucional se admite la necesidad de rapidez aunque se intenta reducir el riesgo con los límites ya señalados a los decretos. Pero otra pata de las previsiones es el control parlamentario. Los instrumentos deben ser enviados al Congreso para que éste verifique si respetaron las restricciones. Y entonces aparece la ley 26.122, que contradice las precauciones. Según ella, un decreto excepcional mantiene su validez mientras no sea rechazado por ambas Cámaras. Es decir, al Presidente le alcanza con que una de ellas no emita opinión para que sus medidas valgan. Mientras que sancionar una ley requiere el apoyo de las dos, para legislar por decreto alcanza con ninguna. Una gran distorsión institucional. Para ampliar, hay tres comportamientos posibles de las Cámaras, aprobación, rechazo o silencio, y son nueve los pares factibles de dichas posiciones (una por Cámara). De ellos, sólo uno, la combinación rechazo-rechazo, causa la caída del decreto.

Hasta Javier Milei el Congreso nunca objetó un decreto. De por sí eso indica poco; podría ser por considerar que estuvieron bien dictados. Pero no. En el trámite de control un decreto excepcional debe ir primero a la Comisión Bicameral Permanente, cuyo dictamen debe ser tratado por las Cámaras. En un libro de 2019, Alfonso Santiago, Enrique Veramendi y Santiago Castro Videla mostraron que entre 2006 y 2018 la Comisión trató el 95 por ciento de los decretos puestos a su consideración (aunque sólo el 77 por ciento en el año cuando fueron recibidos). En cambio, el Congreso apenas debatió el 18 por ciento de ellos, sin rechazos. Además, surge de sus cifras que cuando el PEN era del Frente para la Victoria los trámites se demoraban mientras que durante Cambiemos se aceleraban. Los autores contabilizaron 261 de estos decretos. Todos fueron validados porque el criterio de la ley es de dos rechazos; si hubiera sido de dos aceptaciones sólo hubieran regido 46.

Una conclusión clara es que la reglamentación vigente contradice la precaución constitucional. La 26.122 parece suponer que el abuso por parte del PEN no es peligroso ni esperable y por eso no prescribe pautas duras para validar los decretos, mientras que la introducción de los mismos en la Constitución se hizo justamente para poner límites de alto nivel a su emisión, que era considerada abusiva. ¿Cambió la percepción de las probabilidades? Tal vez no. En 2000 la diputada Cristina Elisabet Fernández presentó un proyecto que proponía que los DNU fueran válidos sólo si las dos Cámaras los aprobaban y que la sola falta de decisión, por el transcurso del tiempo, los hiciera nulos de nulidad absoluta. En 2006 la senadora Cristina Elisabet Fernández apoyó el texto que rige hoy y dice lo contrario. No variaron las probabilidades sino la ubicación en el poder.

Por eso no debe extrañar que el primer DNU rechazado en la historia haya sido uno de Milei, en 2024, ni que los mencionados al comienzo siguieran ese camino. Al margen de si eran acertados o no, es para dudar que el espíritu republicano haya guiado los votos de los legisladores y no la intención de complicar a un gobierno no kirchnerista. Por eso también el apoyo a proyectos de dudosa sostenibilidad fiscal o sólo demagógicos, como la ayuda a Bahía Blanca. Tras la inundación se presentó un proyecto por 200.000 millones de pesos con tal destino. Para ganar tiempo el gobierno lo tomó como base para un decreto. Cuando el proyecto por fin fue aprobado la ayuda ya había llegado al 85 por ciento de los destinatarios. Por eso fue vetado, no por insensibilidad, la ley era innecesaria por objetivo cumplido.

Hubo partidismo e irresponsabilidad cuando se reglamentaron los decretos excepcionales, también para aplicar la ley según el color partidario. La sensibilidad y la empatía, tan invocadas por los legisladores, no tienen nada que ver. Dados los antecedentes, probablemente se trate sólo de intereses electorales. Y debe recordarse: las buenas intenciones no resuelven nada, no importa cuán justa sea la causa. Las normas deben ser eficientes en sí mismas y consistentes con la salud del contexto económico.

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