Los éxodos cotidianos en un Tucumán que se desangra

Mañana se celebra un nuevo aniversario de uno de los hechos fundacionales de nuestra nación. Es el espejo que nos muestra los dramas actuales y el futuro incierto que enfrentamos

AL MARGEN DE TODO. Un grupo de chicos juega un “picadito” en un barriopobre del Gran San Miguel de Tucumán.  AL MARGEN DE TODO. Un grupo de chicos juega un “picadito” en un barriopobre del Gran San Miguel de Tucumán. LA GACETA / FOTO DE MATÍAS QUINTANA

Hay que cargar todo lo que sea posible: la ropa, los libros, los muebles… Lo que no se pueda llevar, tendrá que ser destruído. No estamos hablando sólo de lo que atesoramos en casa: se debe hacer lo mismo con las cosas que se encuentran en la oficina, con las del negocio o con el campo. No puede quedar nada. Porque los que vienen desde el norte ya están cerca y la orden es recibirlos con la tierra arrasada. Luego hay que marchar hacia el sur envueltos en el viento irrespetuoso de agosto y con la certeza de que al final del camino no se hallará descanso. Porque en algún lugar ocurrirá una batalla y entonces solo dos destinos serán posibles: la muerte o la gloria.

Lo de arriba intenta ser una síntesis excesiva -y varias veces ensayada- de un hecho real, pero que a la luz de los tiempos que vivimos luce inverosímil: que una comunidad acate la orden de abandonar todo, de destruir hogares, negocios, fuentes de riqueza y partir hacia lo incierto detrás de los designios de un líder parece algo digno de los relatos bíblicos o de alguna saga antiquísima. Pero ocurrió acá, muy cerca. Y configuró uno de los hechos fundacionales de nuestro país. Porque sin Éxodo jujeño, no hubiese habido batallas en Tucumán ni en Salta y -aunque el planteo es contrafáctico- quién sabe si Argentina existiría tal como la conocemos. Mañana se cumplen 213 años de aquella proeza y tal vez sea una buena oportunidad para preguntarnos si hoy no estamos desgarrados por otros éxodos, distintos, modernos, más intangibles, pero igual de dramáticos.

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En 1812, Manuel Belgrano se había hecho cargo en Yatasto, Salta, del ejército derrotado en Huaqui. La tropa venía desmoralizada, en retirada y casi al borde de su disolución. Los realistas habían tomado el Alto Perú (hoy Bolivia) y avanzaban hacia el sur. Belgrano se movió hasta Jujuy y desde allí realizó varios pedidos de armas y refuerzos al gobierno de Buenos Aires, pero sólo recibió la orden de replegarse hasta Córdoba y hacerse fuerte allí. Entonces planificó una operación militar audaz: ordenó evacuar la ciudad junto con el ganado, los alimentos, las cosechas y todo lo que pudiera ser de utilidad al invasor. Quien no obedeciera la orden sería fusilado, advirtió en el bando con el que comunicó la decisión. La retirada culminó en Tucumán, donde el 24 de septiembre se produjo el combate que aseguró el destino de la Revolución. Belgrano había definido esta operación como “marcha retrógrada”; el término “éxodo” llegó después. Y, como muy bien lo explicó Carlos Páez de la Torre (h), representó en aquel entonces un gran ejemplo a imitar: si todo un pueblo abandonaba su tierra y sus bienes para seguir la suerte del ejército, quedaba claro que nadie que presumiera de patriota podía hacer menos.

Crueles y precisos

El mundo hoy nos ofrece un muestrario de situaciones que podrían encuadrarse en el concepto de éxodo, es decir, la emigración de un pueblo o de una muchedumbre de un territorio a otro. Ocurrió en Ucrania tras la invasión rusa. También sucede en África, aunque casi no se hable del tema, al punto que parece invisibilizado. Puntualmente esto pasa en Sudán y los desplazados se cuentan de a millones. En la Franja de Gaza, donde la crueldad está tocando aristas inverosímiles, hay miles de civiles palestinos que esperan que abran las fronteras para encarar su propio éxodo y así escapar de las bombas del ejército israelí y de una hambruna diseñada con precisión e impiedad en gabinetes políticos y militares. Afortunadamente, en Tucumán no padecemos guerras ni conflictos étnicos o religiosos. Lo que tenemos son gravísimos dramas sociales que nos desangran.

Si nos ceñimos a la definición clásica de éxodo, hemos sido testigos (o protagonistas, según el caso) de una enorme emigración que se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo de un modo quizás imperceptible. Ahí está el drama de miles de familias que han visto a sus hijos o nietos abandonar la provincia y el país en los últimos años en busca de oportunidades y de una estabilidad para proyectar sus vidas que aquí es difícil encontrar. El Gobierno nacional calculó que entre 2013 y 2023, 1,8 millón de argentinos abandonaron estas tierras. Según cifras publicadas por el sitio Chequeado, que se especializa en la verificación de datos, en este período han sido más los argentinos que se fueron que aquellos que regresaron. No estamos hablando de turismo, claramente, sino de la diáspora argentina que se aceleró con vehemencia después de la cuarentena por el coronavirus, cuando se tornó evidente que Alberto Fernández y Cristina Kirchner sólo podían conducirnos a un único destino: el desastre. Hoy parece haberse producido una especie de pausa en esa urgencia emigradora y Javier Milei puede argumentar que los argentinos han vuelto a tener confianza en el futuro del país. Pero no hay que dejar de observar lo que ocurre en los consulados de España, por ejemplo, donde se tramitan las ciudadanías. Tal vez, el éxodo simplemente está adormecido. Y la desesperación de miles de personas por obtener el pasaporte europeo expresa, en realidad, la búsqueda de un salvoconducto que facilite la partida si el experimento libertario fracasa.

Desamparo en abundancia

Podemos ensayar otras ideas de éxodos, quizás no vinculadas con el desplazamiento físico de un territorio a otro, pero igual de trágicas. Este miércoles, LA GACETA publicó un muy recomendable informe firmado por Álvaro Medina y por Matías Quintana en el que se enumeran una serie de datos preocupantes. Seis millones de chicos y chicas menores de 14 años en Argentina son pobres. Esto representa casi el 53% de esa población. Es decir: la mitad de los niños y niñas viven en hogares en los que no se satisfacen las necesidades básicas de alimentación para el desarrollo de una vida cotidiana digna. Se trata de familias en las que los niveles de estudio son bajos y las urgencias económicas empujan a los menores a buscar trabajo en vez de estar en la escuela. Esto ocurre en Tucumán y la investigación de estos dos periodistas lo confirma. Aquí, el éxodo, el desplazamiento se expresa en la exclusión de varias generaciones hacia los márgenes de la sociedad, donde las oportunidades son escasas y el desamparo es tan abundante como las drogas de los transas, la delincuencia, la contaminación, la falta de infraestructura básica, de seguridad y de salud. Nada que no se pueda advertir si uno se da una vuelta por la Costanera, por Los Vázquez y por las decenas de barrios tucumanos que se hunden en la miseria.

Hay otro éxodo que es masivo, global, pero que, paradójicamente, se manifiesta en la soledad. La desconexión social es una amenaza invisible que aumenta el riesgo de enfermedades y que acorta vidas. Hoy, una de cada seis personas dice que se siente sola, según datos de la Organización Mundial de la Salud. La tecnología -tan apasionante como inevitable-, las pantallas y el ritmo frenético de un mundo que demanda cada vez más (más trabajo, más rendimiento, más resultados) parece estar deshilachando el tejido de nuestras comunidades. Y en vez de migrar de un lugar a otro, estamos moviéndonos hacia adentro de nosotros mismos, separándonos del entorno y cortando vínculos. En otras palabras, nos estamos quedando cada vez más solos. Y todo indica que desde allí va a ser muy difícil regresar.

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