DETRÁS DE LAS VALLAS. Numerosas personas intentan seguir la vigilia en inmediaciones de Casa Histórica. La Gaceta / foto de Diego Aráoz
Hay un momento de la vida en el que los recuerdos empiezan a cobrar una consistencia mayor. Es decir, empezamos a definirnos más por lo que recordamos -u omitimos- que por lo que planificamos. Son esos pájaros perdidos de Piazzolla que cada tanto nos emocionan, nos entristecen o nos generan una melancolía agridulce a la que volvemos con persistencia. Quizás es por eso que algo tan impersonal y frío como una fecha en el calendario posee la capacidad de conectarnos con infancias lejanas, con evocaciones sepia y con emociones que duermen bajo capas de años y rutinas. Haciendo una generalización, podemos decir que estos sentimientos suelen atravesar a quienes vivieron otros tiempos en los que la política y sus egoísmos no buscaban adueñarse - al menos no tan descaradamente- de efemérides que no deberían tener dueños, porque son de todos, como el Día de la Independencia.
La decisión de convertir a Tucumán en capital de Argentina cada 9 de julio ha generado efectos diversos. Por un lado, esta medida tomada por Carlos Menen en 1991 ubicó a la provincia en un lugar de relevancia acorde con la festividad. Pero al mismo tiempo, ese escaparate nacional enredó el recuerdo de la gesta con los discursos del poder de turno, con sus sesgos y con diatribas estrictamente coyunturales que nada tienen que ver con lo que se recuerda.
Esto se verificó con mucha fuerza durante los gobiernos de José Alperovich y de Juan Manzur, que convirtieron la conmemoración en mítines diseñados estrictamente para complacer a Néstor, a Cristina Kirchner y luego a Alberto Fernández. Visitas fugaces, actos en la cancha de San Martín o en el Hipódromo (con tragedias incluidas) e, inclusive, una desteñida ceremonia en el teatro Mercedes Sosa, que tuvo como protagonista a Amado Boudou, ya acorralado por la Justicia. Bolsones; colectivos para acarrear militantes; gente pobre que iba a aplaudir empujada por la necesidad de obtener algún alimento o algo de dinero a cambio; banderas con nombres de punteros, concejales, legisladores y un largo etcétera de impresentables que se peleaban (en algunos casos, de modo literal) por figurar y evitar el castigo de “José”... Todo esto le dio un tono patético a aquellos días. La excepción fue quizás el 2016 con su Bicentenario, durante la presidencia de Mauricio Macri.
La llegada de Javier Milei al Gobierno no trajo cambios sustanciales más allá del horario: ahora, el acto central se da en la noche del 8 y no en la mañana del 9. Minucias. Porque la fugacidad de la visita y la pesada carga política de la conmemoración siguen presentes. No hay que olvidar que el año pasado se usó la vigilia para firmar el Pacto de Mayo (curioso nombre con perfume a inveterado centralismo porteño). Y este año, el foco estuvo puesto en el faltazo presidencial, en la visita sin invitaciones de la vicepresidenta Victoria Villarruel, en el desplante esmerado de los gobernadores y en el abrazo comarcal entre Osvaldo Jaldo y Juan Manzur.
El profundo divorcio que existe entre la política y la sociedad también se expresa en estos hechos. El 9 de Julio se ha convertido (con sus ausencias y presencias) en una tribuna de ideología que nada tiene que ver con los valores de la Independencia. Los gestos de los dirigentes y los discursos se estructuran alrededor de urgencias que parecen nimiedades al lado del suceso que se busca recordar y de todos los complejos avatares que nos condujeron a él. Parafraseando a los politólogos tucumanos Gabriel Garat y Patricio Adorno, podemos concluir que este día patrio le queda demasiado grande al mitin partidista de presidentes y gobernadores que se organiza todos los años. Al fin y al cabo, estas fechas constituyen mojones que nos definen como nación y que, en vez de anclarnos al pasado, deben operar como referencias para mirar al futuro.
Los pájaros perdidos
Estas son algunas de las preguntas que durante los últimos dos o tres días dieron vueltas entre periodistas, analistas, dirigentes de diversos espacios y ciudadanos de a pie, entre ellos, comentaristas de los foros de LA GACETA y de LGPlay: ¿a alguien le importa que no haya venido a Tucumán el presidente? (A Osvaldo Jaldo posiblemente esta ausencia le regaló un alivio.) ¿La muchedumbre que se reunió en la plaza Independencia para bailar al ritmo de Soledad, de “Palito” y del “Chaqueño” fue consciente de que más que celebrar un nuevo aniversario de la Declaración de la Independencia estaban participando de un acto político financiado con fondos públicos y que tuvo nada menos que a la Casa de Gobierno como escenario, con todo lo que eso implica? ¿Alguien se detuvo a escuchar el enojo de los vecinos que intentaron llegar a cantar el himno frente a la Casa Histórica y se toparon con vallas que los excluyeron de un momento tan importante? Y por otro lado: ¿qué es lo que seduce tanto del paso monótono de abanderados escolares, de miembros de fuerzas de seguridad y de agrupaciones gauchas como para convocar a la multitud que el miércoles se reunió en el parque 9 de Julio? ¿Serán aquellos pájaros perdidos de la memoria que nos conectan con tiempos felices que ya no están? ¿Por qué, entonces, durante tantos años se omitieron los desfiles que siempre operaron como la expresión más popular de las fechas patrias? En buena hora que este año se los haya retomado. Al menos en Tucumán.
……………
Hay unos párrafos del poeta Leopoldo Lugones, nieto de un oficial que luchó el 24 de septiembre de 1812 en Tucumán, que a la luz del tiempo parecen ajustarse a la reflexión que ensayamos en este espacio. Los recuperaron Carlos Páez de la Torre (h) y Sara Peña de Bascary en el libro “Porteños, provincianos y extranjeros en la Batalla de Tucumán” y dicen lo siguiente: “Irreparable, efectivamente, ese dolor de los pobres grandes muertos, a quienes ni la salva de cañón, ni el féretro en la cureña, ni la calle denominada, ni la estatua que los embalsama en bronce, van a quitar un solo minuto de las miserias que pasaron, de la ingratitud que devoraron (...) Y ahora vienen con su efigie de bronce hueco, sus tiros de vana pólvora, sus calles con nombres, sus discursos más cuidados que la perra vida del célebre infeliz, en cuyo mismo despojo hallan causa para untarse de talento ajeno, exhibiéndose justos a destiempo, escandalosos de luto nacional, estos gusanos de la gloria”. El lector sabrá en qué extremo del texto podemos ubicar a los próceres de la Independencia y en cuál a los dirigentes de este presente decadente.









