
Un grupo de colegas argentinos se congrega espontáneamente en el arranque del día, a las ocho, el horario fijado para el comienzo de las sesiones del congreso de Wan-Ifra, en el Centro de convenciones de Cracovia. En la Argentina son las tres de la mañana. La charla de pasillo gira sobre los avatares de nuestro país, a 12.000 kilómetros, mientras todos nuestros compatriotas –o casi todos- duermen. El paréntesis que impone el sueño a la gestación de novedades permite un análisis más distendido desde el otro lado del mundo. La volátil Argentina, tan difícil de enfocar, se mantiene en estado de reposo por unas horas.
Resuenan, a pesar de la distancia, los agravios presidenciales al periodismo. Se combinan insultos soeces, descalificaciones injustas y livianos pronósticos de defunción para el oficio. Paradójicamente, en el encuentro más relevante de la prensa a nivel mundial, el periodismo argentino es distinguido entre lo mejor del planeta. Dos organizaciones argentinas ganaron dos de los doce premios que destacan las principales virtudes para la transformación de la industria informativa: la incorporación responsable de IA y el chequeo sofisticado de datos. O sea, innovación y rigor. Lo opuesto a una profesión decadente o que traiciona sus estándares, según sugieren las imputaciones oficiales.
El reconocimiento confirma lo que colegas de distintos continentes suelen resaltar. La Argentina cuenta con las redacciones más modernas de América latina. Los medios argentinos son líderes en suscripciones y en tráfico digital en la región. Incluso superan a los medios locales en casi media decena de sus países generando contenidos locales, algo que ocurre en pocos lugares del mundo. Los primeros 12 medios de nuestro país, entre los que se encuentra LA GACETA, en los últimos doce meses registran un tráfico digital acumulado de más de 100 millones de usuarios únicos mensuales. No son cifras de una industria en extinción.
Una selección arbitraria
El presidente argentino ha errado notoriamente en la selección de periodistas a los que recientemente intentó desacreditar. A Carlos Pagni, uno de los analistas más sofisticados y quirúrgicos del periodismo de habla hispana, le atribuye decir cosas que no dijo. Jorge Fernández Díaz, otro de los recientes blancos de su furia, es una pluma exquisita que navega con igual talento en el articulismo y la ficción. Embiste también contra Joaquín Morales Solá, presidente de la Academia Nacional de Periodismo, un columnista ineludible de las últimas décadas. Los tres escriben en La Nación, uno de los medios premiados en Wan-Ifra.
¿Hay impericia, negligencia o faltas éticas en el periodismo argentino? Claro, como en todo el mundo y en todos los oficios. Pero la mirada gubernamental, en todo caso, debería posarse más en las coberturas acríticas de su gestión, que por definición implica el incumplimiento de la función que los periodistas tienen asignada, en lugar de descargar su furia en quienes marcan inconsistencias o expresan opiniones diferentes. Puede, claro está, refutarlos enfáticamente con argumentos, datos o meros puntos de vista. Un funcionario tiene, como todo ciudadano, libertad de expresión. Pero esta no tutela el agravio, la calumnia y, menos aún, la incitación al odio, que siempre habita la frontera porosa que nos separa de la violencia física.
Resulta desconcertante, para los colegas extranjeros que escuchan el relato del hostigamiento presidencial, que los profesionales y los medios a los que Javier Milei ataca con mayor virulencia coinciden en un alto porcentaje con la política económica del Gobierno y con buena parte de sus políticas públicas en general. Los últimos periodistas atacados son los principales columnistas de un medio cuya audiencia probablemente en más de un 80% haya votado a Milei. La ira oficial se activa por reparos laterales o advertencias constructivas que son leídas en clave conspirativa. Ocurre también con economistas ortodoxos que fueron muy cercanos al oficialismo o con aliados políticos, como los miembros del Pro. Parece una suerte de intolerancia al matiz o, quizás simultáneamente, un deliberado intento de desbaratar cualquier atisbo de moderación, de freno a una carrera acelerada hacia un extremo.
Pilares del sistema
Marty Baron cuenta que algo en esa línea pasa entre Donald Trump y medios conservadores como Fox News. Lo más preocupante para la prensa, en un presidente –como Trump- que ha confesado que no está seguro si debe respetar la Constitución, es la posibilidad de la eliminación de pilares judiciales fundamentales para la libertad de expresión, como la doctrina de la real malicia. A partir del caso The New York Times contra Sullivan en 1964, receptado por la Corte Suprema argentina, los periodistas contaron con márgenes de movimiento que permitieron iluminar zonas oscuras del poder (probablemente no tendríamos Watergate sin ese precedente). Hoy el temor y la posibilidad de avances administrativos y judiciales sobre la independencia editorial debilitan progresivamente la mecha del gran faro democrático de Occidente.
Las tensiones que afectan la dinámica democrática, en el fondo, se desprenden de la aceptación o el rechazo de los gobernantes a la función prevista para la prensa en los esquemas constitucionales modernos. Tiene un tratamiento jurídico preferencial –la prohibición de restringir la libertad de prensa por la vía legislativa, la veda a la censura previa, la protección de las fuentes periodísticas- no por la defensa de un derecho corporativo sino de una facultad ciudadana inescindible del sistema democrático. El derecho a informarse, que no puede rediseñarse con la intromisión gubernamental en un control distorsivo del periodismo, la estigmatización o la introducción de otros mecanismos de censura indirecta que quiebran las reglas de juego.
Sin una ciudadanía adecuada y libremente informada sobre la cosa pública, la democracia es –“siempre y en todo lugar”- una ficción.