La moral victoriana
Como es bien conocido, la tantas veces invocada
“época victoriana” se refiere al reinado de Victoria I de Inglaterra, que se
extendió durante buena parte del siglo XIX. Ningún análisis de la historia del
placer sexual puede eludir una referencia a esa etapa, caracterizada por un
puritanismo extremo. (Basta recordar que fue ésta la sociedad que persiguió y
encarceló a Oscar Wilde).
En su libro “Historia íntima del orgasmo”, el
periodista y escritor norteamericano Jonathan Margolis le dedica un largo capítulo.
En primer lugar plantea que el proceso había empezado mucho antes de la
coronación de la reina Victoria. Así, “la hipócrita esperanza de que el nuevo
siglo debía ser más civilizado que los dos anteriores ya se estaba formando a
finales del siglo XVIII”. Por otra parte, sus entusiastas se distribuían por Europa
toda y no sólo por Inglaterra.
Los victorianos querían diferenciarse de los
hombres y las mujeres de épocas más libertinas, equiparando la abstinencia o el
control de la sexualidad con la pureza moral y religiosa. De esta forma,
intentaron establecer la superioridad de la mujer “sexualmente contenida” sobre
las “licenciosas” actitudes masculinas.
Al respecto, quizás el más representativo de todos los pensamientos victorianos era el que sostenía que, al momento del acto sexual, las mujeres debían “acostarse y pensar en Inglaterra”. Se cree que esta idea provino de los consejos de una “madre victoriana” a su hija en la noche de bodas, aunque otros sugieren que fue la reina la que pronunció estas palabras cuando le preguntaron cómo soportar los dolores de parto.
La mujer debe ser…
Las mujeres victorianas debían ser en
apariencia débiles y estar deseosas de que un hombre fuerte las contuviera y
las dominara (un estereotipo bastante diferente de la típica protagonista
combativa de las novelas de Jane Austen). Tenían que mostrarse dulces y
humildes durante el cortejo y exteriorizar sus sentimientos sólo a través de un
“tímido sonrojamiento” o de una “leve sonrisa”.
Incluso dentro del matrimonio no era admisible
que liberaran su impulso sexual: una esposa buena y decente debía estar siempre
dispuesta, pero de manera desapasionada. El deber era entregarse, complacer a
sus maridos y tener hijos. Toda pasión había de ser canalizada a través de la
maternidad.
Margolis señala otras influencias culturales en
el silenciamiento del deseo sexual femenino: la costumbre de mantenerse dentro
de la casa, a la sombra y preferentemente recostada, deterioraba la salud de
estas mujeres y pudo haber sido la causa de la anulación de sus impulsos
eróticos. El embarazo, considerado una incapacidad que requería el confinamiento
de la futura madre, también debió hacer estragos en la sensualidad femenina. Y
qué decir de la moda, absolutamente diseñada para disminuir la libido de ellas
(aunque, al mismo tiempo, aumentaba las fantasías masculinas): rígidos corsés
atados con fuerza a la altura de la cintura marcaban las formas pero también
solían provocar daños internos. Convivir con el dolor y la incomodidad era una
buena manera de matar el deseo. Según algunos testimonios, las mujeres debían
usar trajes de baño mientras se duchaban y mantenerse casi completamente
vestidas durante la relación sexual. Todo esto generó una gran ignorancia
masculina sobre el cuerpo de la mujer (y probablemente mucha frustración
respecto de la necesidad de disparadores visuales como estímulo de la
excitación sexual).
Al mismo tiempo existía la creencia de que un
importante grupo de mujeres –que eran vistas como potenciales prostitutas- poseían
un ilimitado impulso sexual. Esta población estaba compuesta por “las mujeres
pobres de las ciudades, las campesinas más rozagantes y las agraciadas
sirvientas” quienes, como señala nuestro analista, “representaban, de alguna
manera, a las temidas y a la vez fascinantes brujas de