Castrados
22 Feb 2014
Tal vez una de las peores pesadillas para un hombre sea la de verse despojado de sus atributos viriles. Como es sabido, esta angustia fue explorada por Freud, quien postuló que el niño, al descubrir la diferencia sexual anatómica, tiene miedo de ser castigado y perder aquello que las niñas no poseen (o acaso les ha sido quitado). El padre del Psicoanálisis llamó “complejo de castración” a este temor inconciente, figura clave en la travesía edípica.
Pero la castración o emasculación, es decir, la extirpación del pene y/o los testículos, no se inscribe sólo en el universo de las fantasías infantiles, sino que ha sido una realidad -impuesta o voluntaria- a lo largo de la historia, de la que existen múltiples testimonios. Muy cerca en el tiempo, Lorena Bobbit se hizo famosa por cortarle el pene a John, su marido, cansada de sufrir abusos. El cine también ha retratado a más de una castradora: en “Hard Candy”, Ellen Page encarna a una chica de 14 años que encierra y tortura a un fotógrafo treintañero, aficionado a las adolescentes; y en los 70, la controvertida película japonesa “El imperio de los sentidos” recreaba el caso de una mujer que sentía tanta pasión por su amante que terminó por matarlo y quedarse con su miembro de recuerdo. Recientemente, Pedro Almodóvar en “La piel que habito” escenifica con crudeza la historia de un joven a quien un médico -personificado por Antonio Banderas- le practica sin su consentimiento el cambio de sexo.
Leales custodios
La denominación utilizada para hacer referencia a un hombre castrado es “eunuco”. Esta palabra proviene del griego y significa “el que custodia la cama”. Considerados leales, dóciles y poco ambiciosos, fueron muy apreciados como sirvientes y guardias en los harenes de los soberanos. Pero al parecer los asirios instauraron el hábito de tener eunucos, adoptado casi al mismo tiempo en muchas otras culturas. El emperador persa Darío, quien vivió alrededor del siglo V a.C., impuso a Babilonia un tributo anual de 1000 talentos de plata y 500 jóvenes castrados. Otro ejemplo corresponde al faraón Menefta y su particular manera de celebrar la victoria sobre los libios: recogió más de 13.000 penes de soldados muertos. Algo parecido hizo el rey Enrique I de Francia, al castrar a los prisioneros durante su guerra contra los griegos.
En la India existen actualmente un número considerable de estos infortunados: los hijras, quienes usan ropa de mujer, viven en comunidades y son considerados una casta particular, además de pertenecientes a un tercer sexo.
Aunque resulte increíble, en la antigua China había una dura competencia para convertirse en eunuco de palacio. Y es que, para muchos, cuidar de los gatos imperiales era mejor que morir de hambre. Curiosamente, luego de la intervención, se entregaba el pene en una vasija a su propietario, para que pudiera, al momento de su muerte, ser enterrado con él.
En China, la costumbre de los eunucos persistió hasta bien entrado el siglo XX. De hecho sólo hace un par de décadas murió, con 90 años, el último de estos servidores imperiales, Sun Yao Ting.
Los castrati
En Europa, durante el Renacimiento italiano, los castrati fueron muy apreciados como niños cantores y, de adultos, como solistas de ópera que interpretaban papeles femeninos con su voz aflautada, hasta que las castraciones empezaron a censurarse, a partir del siglo XVIII.
Pero la emasculación fue habitual en muchas religiones. Incluso algunas sectas malinterpretaron al respecto aquello de “si tu mano derecha es ocasión de pecado, córtatela”. Lo cierto es que, en la Roma medieval, cada nuevo Papa debía sentarse en una silla especialmente diseñada para constatar que el futuro pontífice era en efecto un varón y que tenía todo en orden.
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