Un escritor de la violencia
17 Octubre 2010
Por Carmen Perilli
Para LA GACETA - Tucumán

En Historia de un deicidio, al estudiar la obra de García Márquez, Vargas Llosa acuña su teoría de los demonios. El escritor, desconforme con la realidad, exorciza sus fantasmas suplantándola con mentiras verdaderas. Esa vocación deicida se despliega a lo largo de la narrativa del peruano, donde el gesto realista se alimenta del modelo antropológico.
Sus memorias, El pez en del agua, no logran convencernos tanto como lo hacen sus ficciones. La narración autobiográfica se despliega desde sus primeros pasos en la literatura y tiene su momento más alto en La tía Julia y el escribidor donde Varguitas, el escritor, vive su aventura de amor con la tía Julia mientras Pedro Camacho, el escribidor, arrastrado por la locura, acaba confundiendo radionovela y realidad.
La violencia se cuela aún en las obras más livianas como Travesuras de la niña mala, asume formas diversas y se ejerce sobre el débil. Irrumpe desbordante en el mundo de los militares y los "perros" del Colegio Leoncio Prado y se ensaña cruel en Pichula Cuéllar el "cachorro" del grupo de Miraflores. Conversación en La Catedral transcurre en un bar de mala muerte -la catedral del título-, donde el negro Ambrosio ayuda a Zavalita a conocer los entresijos de familia y dictadura.
El lector queda impactado por la violencia en La casa verde. En el prostíbulo en medio de la selva, doble lucha con la naturaleza y con la explotación humana, especialmente de la mujer. Una alegoría de la sociedad donde se trafica con mujeres e indios, donde el Estado se convierte en opresor. En La guerra del fin del mundo, situada en los sertones brasileños, el fanatismo del Consejero lleva a sus seguidores hacia la muerte ante la mirada del periodista.
Aún en aquellos libros en los que acude al "humor" no puede sustraerse a la violencia. En la parodia de Pantaleón y las visitadoras el lenguaje militar encubre el servicio de "visitadoras". Pantilandia es un paraíso civilizado, el cielo masculino pero los sátiros se transforman en grotescos niños, bajo el poder de las prostitutas.
Una de las cuestiones centrales vinculadas a la violencia es la alteridad, representada por el indígena. La escritura realiza un esfuerzo titánico por construir los Andes o la Selva. En El hablador toda posibilidad de traducción se asienta en la monstruosidad.
Si Historia de Mayta le permite retratar el inicio de la escalada de la violencia política y convierte al revolucionario en un utopista peligroso. Lituma en los Andes ficcionaliza su propia actuación en Uchuraccay. El narrador, el cabo Lituma, se encuentra con una violencia esencial. Los asesinos de los tres hombres en Naccos no son los terroristas ni militares, sino los mismos mineros que los sacrifican cruelmente. La novela finaliza con una larga conversación en la que el peón borracho confiesa el horror de la inmolación "¿No hay muertos por todas partes? Matar es lo de menos. ¿No se ha vuelto una cojudez??"
Vargas Llosa siente la frustración de la modernización de América Latina y el Perú, ese Perú que Zavalita sabe "jodido" y se pregunta desde cuándo. Su pasión por acceder a los mundos occidentales lo empuja a resucitar antinomias propias de los pensadores liberales del siglo XIX. En una entrevista con Tomás Eloy Martínez le señala: "Sucede que hay culturas incompatibles. Y esa incompatibilidad está representada para mí por polos que son los de la civilización y la barbarie, los de la modernidad y el arcaísmo".
La violencia impregna no sólo sus fábulas literarias sino también está presente en su discurso político, tanto en el del "sastrecillo valiente" que apoyaba a la revolución cubana como en el del escritor consagrado que se entrega al credo neoliberal. Su postura no admite discusiones, su pasión es ilimitada.
© LA GACETA

Carmen Perilli - Doctora en Letras, profesora
de Literatura Hispanoamericana de la UNT.


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