Conflictos
La palabra conflicto define una situación en la que dos o más personas están en desacuerdo acerca de una determinada cuestión. Dada la singularidad y complejidad de la condición humana misma, nadie está en condiciones de afirmar que no ha vivido –y más de una vez- momentos conflictivos (no sólo en relación a otros, sino también a nivel interno, cuando tenemos dificultades para integrar aspectos propios vividos como incompatibles). De manera que el conflicto forma parte de la vida y, desde luego, de la vida en pareja. El modo de repartir las tareas domésticas, de pasar el tiempo libre, la decoración de la casa, el manejo del dinero, la relación con los amigos, las costumbres de sueño y alimentación, la frecuencia en las relaciones sexuales… los temas en los que pueden aparecer discrepancias son casi infinitos.
Un mal presagio
Cierta dosis de conflictividad
en los vínculos románticos no sólo es esperable, sino esencial. De otra manera,
las personas difícilmente harían los cambios positivos que de hecho llegan a
hacer gracias al valioso aprendizaje que implica una vida de a dos. Y es que son
los conflictos, en buena medida, los que posibilitan que una pareja evolucione.
De hecho existen muchas parejas que, de tan poco que pelean, terminan
separándose (a fin de cuentas, los “choques” también forman parte del
contacto).
Sin embargo, demasiado conflicto –por el motivo que sea- al comienzo de una relación es un mal presagio. Pero ocurre algo curioso: a pesar de esta advertencia –bastante evidente para cualquiera que mira de afuera-, los noviazgos tormentosos no siempre generan en la pareja el sentimiento de desdicha. Por el contrario, las peleas reiteradas en esta etapa con frecuencia son minimizadas por sus protagonistas, sobre todo cuando están muy enamorados (la falta de convivencia y de obligaciones compartidas explica en parte esta negación).
Tipos de conflicto
Los especialistas en estos temas –entre ellos, el popular experto en parejas
norteamericano, John Gottman- distinguen entre conflictos destructivos y conflictos
constructivos. En los primeros, una o ambas partes se empeñan en demostrar que
tienen razón y que el otro está equivocado. Se mantienen dando vueltas alrededor
de lo mismo (de ahí la sensación de “déjà vu”, vale decir de haber tenido una
discusión idéntica innumerables veces), y cada uno tiende a resumir y
replantear de todas las formas posibles su propia posición. Otro hábito obviamente
negativo en esta clase de intercambios es el recurrir a señalamientos o
descalificaciones de orden personal, que van acompañados con un lenguaje
corporal que expresa desagrado. Se establece así, un circuito tóxico de ataques
y contraataques. Como es de esperar, estas discusiones desembocan en una
sensación decepcionante (por lo menos para uno de los miembros de la pareja), la
que conduce a que el problema resurja al poco tiempo, y los envuelva en nueva
pelea, de similares características.
En los conflictos
constructivos, las parejas muestran al menos una mínima disposición a escuchar
de verdad y eventualmente a hacer concesiones o negociaciones. Cada uno se abre
a clarificar la posición del otro, y el lenguaje corporal -aún en acaloradas
discusiones- revela ante todo una actitud de cercanía. Un rasgo importante es
la capacidad que ambas partes muestran de “leer” –y actuar en consecuencia- las
señales de estrés en el otro (clásicamente, en los varones son ensimismarse,
ponerse a la defensiva, “apagarse”, abandonar la habitación; las mujeres, en cambio,
tienden a la tristeza, el llanto y el temor). Existe en estos casos un límite
que impide llegar al punto de herir profundamente al otro.
Algunos expertos en pareja han
sugerido –decididamente con cierta exageración-
que las parejas infelices discuten por lo menos una vez al día, mientras
que las felices se pelean no más de una vez por semana.